LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

miércoles, 29 de octubre de 2014

UNA NAVIDAD DISTINTA.





Molly estaba nerviosa. Era la vispera de Father Christimas. Como en años anteriores le había pedido una casa de muñecas, pero no una cualquiera, sino otra exacta a la de su prima, heredada de su madre: una casa victoriana de grandes dimensiones, que ocupaba casi media  habitación. La fachada de la casa  girando sobre los goznes de la derecha dejaba ver todo el interior y su contenido. Y eso era lo que Molly amaba con fruición. Pero nunca hasta entonces había recibido  el tan deseado regalo. Sin embargo tenía la intuición de que este año iba a ser el definitivo.

Necesitaba entretenerse en algo que  calmara la excitación habitual de la víspera de Father Christmas. Y decidió acercarse al muro de madera levantado recientemente cerca de su casa, donde antes existía una tapia de piedra demasiado alta para poder mirar por encima. Corría el rumor de que esa pared rodeaba un terreno hondo y salvaje por el que las ratas pululaban libremente.

Hacía algún tiempo que había observado el cambio de la pared pero no había tenido ocasión de acercarse y buscar un resquicio entre las tablas unidas y reforzadas con otras que las  cruzaban trasversalmente. Quería escudriñar lo que había detrás. Y esa tarde podía ser el día idóneo. Le distraería en las horas de espera

Reparó en un agujero redondo abierto en la madera. Guiño el ojo izquierdo y miró con el derecho: Nada, no había nada, solo un profundo socavón oscuro.

Iba a retirar su ojo del orificio cuando inesperadamente, una luz potente inundo la negrura y pudo contemplar, estupefacta, que allá, como suspendida en el aire, estaba la casa de muñecas con la que toda su vida había soñado.

La fachada de la casa, se abrió lentamente como impulsada por una mano invisible y pudo ver el interior de la mansión. Allá  estaba, en el hall central, el cuadro de Reynolds, presidiendo el arranque de escalera.  La lámpara central, de cientos de diminutas bombillas,  dejaba ver  los preciosos muebles artísticamente colocados contra la pared.

A la derecha, el gran salón, con la chimenea encendida y leños crepitando la eterna canción del fuego.  Dos  butacas orejeras miraban  hacía las llamas.  Mr. Wilson leía un diminuto The Times mientras Mrs. Wilson se concentraba  en su labor de aguja. El reloj de péndulo, con sus sonidos profundos y solemnes, recordaba que eran las  cuatro y media de la tarde. Era  la hora del té. En  una pequeña  mesa cercana, estaba depositada una bandeja con todo lo necesario: minúsculos  platillos y tazas con sus correspondientes cucharillas. La tetera y jarrita de leche a la medida de las tazas y los bollos del tamaño de una lenteja, esperando ser  barnizados por la mantequilla.

Con ojos como platos  Molly descubrió la  puerta de doble hoja que daba paso al comedor. La gran araña de cristal, colgada del techo, iluminando hasta el último rincón del comedor, le hizo parpadear. La vajilla  de Wedgewood de dos centímetros de diámetro y la cristalería irlandesa con copas más pequeñas que la uña del dedo meñique le hicieron estremecerse de placer; los tenedores y cuchillos diminutos, pero eficaces, reposaban pacientemente sobre un impoluto mantel de hilo irlandés. Y dobladas al lado de los platos, las servilletas del tamaño de un guisante. Dos preciosos candelabros colocados en los extremos de la mesa, sostenían unas velas pequeñas y blancas, que jugueteaban con su mecha dorada y temblorosa.

Sus ojos volvieron a mirar al hall  para descubrir que cruzando  hacia la izquierda se encontraba la Biblioteca. Estanterías llenas de libros cubrían las cuatro pareces, dejando solo espacio para la puerta de entrada. Cada volumen no mediría más de un centímetro de largo y hacía falta una lupa para poder leer los títulos en el lomo. Una escalera a la medida reposaba sobre una de las estanterías y podía correrse sobre raíles de madera hacía la derecha y la izquierda

“¡Oh sí!, “exclamó embelesada, al dirigir su mirada hacia  el segundo piso, en el que aparecía  la habitación de los padres. Buscó con la mirada los gemelos del dueño de la casa,  los que Molly tanto había admirado siempre. Del tamaño de la cabeza  de un alfiler, descansaban depositados  en el tocador, en una  bandejita de plata, junto a la otra bandeja similar que contenía  las joyas de la señora de la casa. Aunque  eran muy pequeñas se podían distinguir los anillos de milímetros de circunferencia y los pendientes de esmeraldas que parecían trocitos de migas de pan teñidas de verde.
A los pies de la cama, un canapé invitaba a descansar entre sus innumerables cojines de plumas no mayores que dados de parchís.  Los trajes de Mrs. Wilson, se podían ver colgados en el  armario del vestidor.  Y los sombreros descansaban sobre pequeñas baldas.

Ohhhh!!!, también estaba el cuarto de  baño, con la jofaina apoyada en una palangana proporcionada,  la bañera con las patas en forma de garra de pájaro, y las toallas, blancas como la nieve, colgando de los minúsculos colgadores aplicados en la pared.

Inesperadamente, la puerta giró sobre sus goznes y  se movió despacio  hasta que el interior  de la casa, desapareció. Ahora solo se podía ver las luces de las velas iluminando las distintas habitaciones y a sus habitantes, moviéndose como sombras detrás de las cortinas.

Una voz profunda y amable dijo en voz audible "Hasta mañana, duerme bien pequeña”

De repente se hizo de noche, la luz desapareció y se encontró mirando a la oscuridad a través del agujero.

Corrió hacia su casa. La tarde se había echado encima y anochecía. Pero Molly no tenía miedo. Su corazón latía lleno de emoción.  Sus padres estaban esperándole alarmados por su retraso. Hablando  excitadamente intentaba explicarles sin omitir detalle, cómo había visto la casa de muñecas que esa noche Father Christmas iban a depositar en sus zapatos. “Se ha despedido de mi hasta mañana”, casi gritó al finalizar su historia.

Los padres se miraron inquietos. Era una chiquilla fantasiosa pero nunca antes había sido tan exacta en sus ensoñaciones. Procuraron  tranquilizarla, escuchando con paciencia e interés. Hasta se  arriesgaron a sugerir que no tenía que desilusionarse si no le traían lo que ella había visto, porque Father Christmas no siempre podían contentar a todo el mundo. Pero ella replicaba con convicción, que era seguro que esa noche iba a venir, se lo había dicho, se había despedido hasta el día siguiente.

Después de la cena, la acostaron y le dieron a beber un vaso de leche caliente. La niña solo repetía con  insistencia “despertadme pronto, quiero verlo pronto”.

Esperaron hasta que se durmiera. Después los padres cerraron la puerta con cuidado  y se retiraron a su habitación. La  madre sacó del altillo del  armario un paquete cuadrado y no muy grande, envuelto en papel de navidad.

Miró  preocupada a su marido: “la desilusión va a ser mayúscula, pero  ahora es ya  demasiado tarde”, murmuró Recordaba la tosca casa de muñecas de dos pisos con una sola habitación en cada uno, sin muebles, sin luces, sin vestigios de platos de Wedgewood  o cristalería de Wicklow. Solo la casa desnuda.

“Veras” - continúo diciendo -  “escribiremos una carta de parte de Father Christmas contando que nos ha dejado dinero a nosotros para que durante el año, vayamos amueblando la casa, poco a poco, porque los tiempos son difíciles, hay muchos niños que no reciben regalos y probablemente habrá que repartirlos entre todos. No sé, cualquier cosa que mitigue la desilusión.”, terminó inquieta.

A la mañana siguiente Molly se despertó muy temprano y no pudiendo  dominar por más tiempo sus  nervios llamó a la habitación de sus padres, arrancándoles de las sábanas. Tiró de ellos  hacia el comedor, mientras casi gritaba, explicándoles: “Ya veréis cómo es de bonita”

Y allá, cerca de los zapatos apoyados en la chimenea del rincón del comedor, estaba el paquete, con una carta dirigida a ella. Molly se abalanzó hacia él, y con ambas manos arrancó el lazó.  Todo era un rasgar de papeles y romper de cintas para descubrir cuanto antes el esperado contenido del  regalo.

Sus ojos se iluminaron, se hicieron inmensos, y poco a poco fue recorriendo las habitaciones de la casa. Todo estaba en su sitio como ella lo había visto: Mr. y Mrs. Wilson, el fuego de la chimenea chisporroteando  alegremente, lanzando chispas contra el corta fuegos, las lámparas refulgente, el humo saliendo de la tetera, los bollos con la mantequilla derretida.

Sus padres la contemplaban observando su expresión. Se había olvidado de lo que la rodeaba, solo tenía ojos para observar lo que iba apareciendo según iba descubriendo el contenido del paquete.
No supieron cuánto tiempo pasó así. Cuando reaccionó se volvió hacia sus padres y con voz emocionada  explicó “Es tal como  la  vi ayer.”

Ellos se quedaron mirando fijamente a la pequeña casita de dos pisos, todavía sin amueblar. Y retiraron con disimulo el sobre con las falsas palabras de Father Christmas.

Sobre la repisa de la chimenea había una carta dirigida a LOS PADRES DE MOLLY. Rompieron el sobre nerviosamente y pudieron leer:  "ELLA ME HA CREÍDO  Y POR ESO VE SUS SUEÑOS".


domingo, 7 de septiembre de 2014

EXCURSIÓN A FRANCIA


Tengo que reconocer que durante los meses de verano me suele entrar un ataque de pereza y no me esfuerzo en subir nada al blog. Y eso que tengo algunas cosas a medio escribir. 
Sin embargo, se me ha ocurrido que para rellenar ese huevo  podía subir algunas fotos  de una excursión que he realizado hace pocos días por Guipúzcoa y el País Vasco Francés. En concreto he visitado por enésima vez algunos pueblos que me gustan mucho. Biarritz, San Juan de Luz y Fuenterrabía, por ese orden. Lo hice con gente que vive en otras zonas de España y que desconocían estos lugares. 
Al ver sus reacciones de entusiasmo, comprendí que a aquellos que no conocéis esta zona, sobre todo los lectores de otros continentes, os puede agradar ver algunas de las fotos que saque de aquellos  pueblecitos. 
Desgraciadamente, no se me ocurrió la idea mientras estaba visitando Biarritz una pequeña ciudad llena de encanto. Como consecuencia no tengo ninguna foto ni vídeo para enseñaros. Tan solo algunas de los otros dos lugares. 

Lamentó que mis fotos no son buenas pero os puede dar una idea de cómo son estos lugares.

SAN JUAN DE LUZ

Puerto de San Juan de Luz
Por la hora en que llegamos no pudimos visitar la Iglesia de Juan Bautista donde se caso Luis XIV de Francia con Mª Teresa de Austria, pero la podéis ver aqui. De hecho esta Guia del País vasco es un magnífico instrumento para guiaros por este pueblo.


Exterior de la Iglesia de San Juan Bautista.
Puerta de entrada principal de la  Iglesia de San Juan Bautista.


La casa donde Luis XIV espero la llegada de Mª Teresa de Austria, Forma parte de la plaza del Ayuntamiento
Plaza del Ayuntamiento, siempre muy concurrida
Otro aspecto de la plaza del Ayuntamiento
El Ayuntamiento
Calle Gambetta
Otras casas de la Calle Gambetta
Callecita encantadora que sale de la calle Gambetta

Coincidimos con los ensayos para las fiestas patronales de la Virgen de Guadalupe. No fue fácil acceder al casco urbano pero dando muchas vueltas lo conseguimos. Al final, si me atrevo y puedo subiré un vídeo muy malo de como eran algunos de esos ensayos. 

Aspecto del Barrio de pescadores

Otro aspecto del mismo barrio engalanado para estas fiestas

La noche se nos estaba echando encima

Otro aspecto de la calle.


Saqué un Vídeo que quería recoger los ensayos que estaban llevando a cabo los distintos grupos en preparación para la fiesta de la Virgen del 8 de septiembre fiesta de la Natividad, pero también fiesta de la Virgen de Guadalupe, patrona de Funterrabia. Como mi móvil es nuevo y no soy experta con los vídeos, se puede comprobar que la mitad del vídeo se puede pasar rapidamente y solo la última mitad deja entrever como serán estos desfiles en esa día. Esto no es más que un ensayo de lo llevaran a cabo, pero vestirán uniformemente y con distintos colores, según el grupo que lleve a cabo el desfile.

lunes, 18 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE


Alegría ante la caída del Muro de Berlín
CAPÍTULO VII

Madrid 1989

         Carmen no podía quitar los ojos del televisor. La noticia era un hecho que iba a cambiar el derrotero de la Historia. Pero el nebuloso recuerdo de algo vivido con anterioridad le inquietaba y no podía concretar que era. La mujer morena con ojos claros evocaba vagamente a alguien que no podía identificar pero que le resultaba familiar. Continúo contemplando la escena del encuentro de aquellas cuatro personas.  La mujer se separó suavemente de los demás y giró la cabeza a la vez que extendía un brazo y hacía gestos de acercamiento a alguien que se encontraba fuera del encuadre de la cámara. Giró esta y la figura de un hombre de mediana edad hizo su aparición. Se dirigió a los dos ancianos y al hombre que les acompañaba. La mujer habló con ellos y parecía que hacía las presentaciones. En  sus rostros apareció una mirada de alegría y agradecimiento. Un acercamiento de la cámara hizo audible las voces por unos instantes y Carmen pudo distinguir la del quinto personaje: en un ceceante inglés se presentaba  como el marido de Edith. 
            El corresponsal interrumpió la escena para explicar lo que estaba ocurriendo en otras zonas del muro. Carmen se dejó caer en el sillón, sobrecogida. Ahora sabía de quienes se trataba. 

Buenos Aíres

CAPÍTULO VIII

Argentina 1990

         Helmut Schroeder contempló su habitación: pequeña, oscura, de muebles vulgares. Ninguna foto personal o de familia. Ningún detalle que hablara de él. 
         Era un buen escondite aquella zona tan anodina de la ciudad, en la que los vecinos apenas se conocían. Ahora trabajaba como profesor de alemán en una academia de segunda categoría. No le gustaba pensar en su vida en Alemania, una vida de fracasos continuos. Cuando en 1989 vio los reportajes de la caída del Muro de Berlín por la Televisión, no pudo despegar los ojos de la pantalla. Allí estaban ellos cinco, unidos, vencedores. Supo que su vida tenía que tomar un giro radical. Quedarse hubiera sido peligroso. 
          Sintió un infinito vacío.  Nadie le iba a echar de menos. Espiar las vidas ajenas es una labor estéril. Sorbió un trago de mate y su mirada se perdió en el vacío.

domingo, 17 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE




Caída del Muro de Berlín

CAPÍTULO VI, continuación.

Berlín 1989

           El 9 de noviembre de1989 fue anunciado de modo oficial que a partir de la media noche los alemanes del Este podían cruzar libremente las fronteras hacía la Alemania del Oeste. Esto incluía el muro de Berlín. La gente se fue agolpando a ambos lados de las distintas fronteras y a la hora en que oficialmente se declararon abiertas, los berlineses de ambos lados comenzaron a cruzarlas, en coche, bicicletas, andando. La emoción era intensa e incontenida. Las familias que no se habían podido ver durante décadas, se abrazaban llorando y riendo a la vez. Se brindaba con vino del Rhin. Con ojos húmedos los berlineses occidentales regalaban presentes a los conocidos y desconocidos de la parte oriental. Otros entregaban flores a los soldados que hasta entonces habían sido temibles guardianes de la separación. Estos a su vez las colocaban en los parabrisas de los coches que cruzaban la frontera. Poco a poco la marea de gente a ambos lados se fue acercando al muro y como si se hubieran puesto de acuerdo comenzaron a derribarlo con picos, palas, martillos o lo que encontraran a mano. Era un trabajo común en la que todos se sentían una sola nación, impulsados por un mismo sentimiento de liberación. Desconocidos de ambos lados se ayudaban mutuamente a derriban el muro de la vergüenza y lo hacían con alegría irreprimible. Cuando lograban abrir brecha se fundían en un estrecho abrazo. Ya no había enemigos sino una misma patria y mirándose a los ojos reconocían en el otro al hermano alejado a la fuerza y ahora recobrado.
          Varias televisiones occidentales estaban presentes en el acontecimiento y tomaban distintas escenas de reencuentros. En un momento dado se captó una escena especialmente emotiva que recorrió el mundo: una mujer de mediana edad, alta, de cabello oscuro y ojos llamativamente claros y grandes, llenos de lágrimas, esperaba con los brazos extendidos en impaciente espera a un hombre maduro que auxiliaba a una pareja de ancianos a trepar por las brechas ya abiertas en el muro. La mujer morena corrió en su ayuda, y los cuatro, ya en zona occidental se fundieron en un apretado  abrazo. Parecían formar un conjunto escultórico, paralizados por la emoción. Pasaron varios minutos antes de que lentamente su fueran desprendiendo del abrazo y se contemplaran sin poder pronunciar palabras. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE




Perth
CAPÍTULO V. continuación

Cuartel  general de Perth 1960

-     Lo hemos conseguido -  pensó John Thackary -  No creo que la española se haya enterado de nada. Edith lo ha hecho muy bien. Por fin hemos establecido contacto otra vez. Un alivio. Pero me ha inquietado su descuido, contando a Carmen su huida a occidente y la actitud de su familia respecto a ello. Espero que le haya quedado claro que tiene que romper el contacto con ella cuanto antes y cambiarse de casa.

La llamada de Edith había sido clave. Concertaron en qué lugar él saldría a su encuentro y se ofrecería a recogerlas Aprovechando el ruidoso recibimiento de la tropa  con aplausos y pitos de admiración que tenían encandilada a la española, ellos habían concertado un próximo encuentro. Recordaba los primeros tiempos cuando había sido trasladado a la Embajada de Berlín Oriental y había conseguido la colaboración de Edith para establecer una red de espionaje que trabajara para él, dentro del país. Varias operaciones de la STASI contra alemanes huidos a occidente, habían sido abortadas. Edith era una mujer valiente e inteligente. Con nervios de acero. Había sido peligroso sacarla de Berlín oriental pero lo habían logrado. Durante un par de años, la tuvieron en dique seco, adoptando una falsa personalidad en Inglaterra. 
Ahora era el momento de que se incorporara de nuevo al campo de lucha, trabajando para el cuerpo de contra espionaje, pero desde occidente.


martes, 12 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE

Oban

CAPÍTULO IV. continuación

Oban 1960

Helmut Schroeder estaba furioso. Se le había escapado de las manos. Estaba seguro de que la culpa  era de aquella española, que le miraba con recelo y estropeaba todos sus intentos de aproximación a Edith Muller, la maldita traidora de ojos claros que había pasado información a occidente. Información valiosa. Había conseguido ser admitida en la STASI cuando era muy joven y los jefes la consideraban una mujer muy perspicaz; las informaciones que había conseguido habían aportado datos muy relevantes. Las operaciones que había llevado a cabo habían sido arriesgadas pero exitosas. Aunque los resultados finales no fueron todos satisfactorios. Siempre fallaba algo o alguien. Fue ese hecho el que les puso en guardia. Pero ella había huido antes de que pudieran darle caza. 
Ahora su misión era localizarla en occidente y trasladarla secretamente a Alemania Oriental. Por fin había dado con su paradero, después de años de búsqueda  Su familia siempre había defendido que no sabían dónde estaba ni que hacía. Ni los  severos interrogatorios llevados a cabo, ni las amenazas de prisión, habían surtido efecto ni cambiado la actitud de sus padres y hermano. Tampoco habían podido descubrir ningún sistema de comunicación entre ellos y la hija huida. 
Sin embargo sí sabía quién la había reclutado para trabajar para occidente. Esto hacía aún más importante atraparla para arrancarle por todos los medios necesarios donde se encontraba ahora. Y tenía unos medios muy poderosos: amenazarle con la seguridad de su familia en Berlín Oriental.
Recordó que el día anterior habían quedado en ir a Aberdeen. Cogería el primer autobús que saliera hacia aquella ciudad. No podía fallar en la misión confiada por la STASI. De ello dependía su promoción en el cuerpo. 

lunes, 11 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE.


Perth

 Londres-Escocia 1960-65

CAPITULO III.continuación

Continuamos viaje y nos divirtieron mucho las diversas gentes que nos encontramos haciendo autostop. Nos reímos  especialmente con un soldado que iba a reunirse con su batallón en Perth donde le esperaba su compañía. Tenía el defecto de cecear y la lengua inglesa resulta cómica en esos casos porque se puede confundir el significado de las palabras. A pesar de ello era un charlatán. Nos preguntó por nuestras procedencias, nuestros trabajos, lo que pensábamos de su país. El viaje se nos hizo corto y el recibimiento que le hizo la tropa al ver que, además de él, aparecían dos chicas jóvenes, fue un griterío de silbidos y enhorabuenas. 
Después de esto, otro tipo, un conquistador empedernido, nos recogió en Perth y nos dejó en Edimburgo después de invitarnos a comer en un magnífico hotel en el camino.
 En Edimburgo acabó nuestro periplo, nuestra aventura compartida. Partimos de la misma estación ferroviaria aunque con distintos destinos y a distintas horas.  Minutos antes de que mi tren arrancara, mi amiga se dio cuenta de que no teníamos  nada para comer durante el viaje. Salió corriendo para comprarme un par de sandwiches en la cafetería del andén. Cuando, jadeante, llegó con ellos, mi tren empezó a arrancar lentamente. Yo bajé las escalerillas, sin descender del vagón, para recoger el paquete que me ofrecía. Las dos estábamos conmovidas pero lo disimulábamos con risas y bromas. Su figura se perdió en la distancia y yo volví a mi asiento.
Mientras veía deslizarse por la ventanilla los campos escoceses y las praderas inglesas tuve el presagio de que había vivido algo que nunca volvería a repetirse. Habíamos intercambiado nuestras señas pero yo tenía el presentimiento de que era un deseo baldío. Efectivamente nos escribimos durante algún tiempo pero inesperadamente un día dejé de recibir contestación a mis cartas. Y desde entonces nuestra amistad se perdió en el silencio.
Ahora ya no puedo recordar su nombre. He repasado con todo cuidado las viejas agendas recopiladas durante estos años, en las que aparecen las personas  que he ido conociendo a lo largo de mi vida. Tengo la intuición de que uno de los nombres es el suyo pero no lo puedo asegurar. Ocasionalmente   se me viene a la cabeza y divago sobre su posible derrotero: ¿habrá  reencontrado a su familia? ¿Se habrá casado? ¿Tendrá hijos? ¿Se acordará de mí? ¿La volveré a encontrar algún día?


Edimburgo

viernes, 8 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE. CAPITULO II



Castillo y Parque de Inverness


Londres- Escocia 1960-65

CAPITULO II. Continuación 

Descansábamos en un pequeño parque, después de haber recorrido exhaustivamente el pueblo, dispuestas a atacar nuestros sándwiches. Yo le hablaba de mis planes de estancia en el país, de trabajos futuros, de mi familia, de mis hermanos y hermanas, de nuestra acogedora vida familiar, de mi hogar. E inesperadamente me encontré confiándole mi dolor ante un largo noviazgo roto, meses antes de la boda, motivo de mi estancia en Inglaterra. Le conté lo que me había costado superar ese fracaso, la huella que había dejado en mí y cómo poco a poco lo iba consiguiendo. Esperaba que a la vuelta a España, en unos años, mi dolor interno hubiera disminuido y pudiera volver a enfrentarme a la vida ordinaria sin aquel novio que, todavía, quiero tanto.
Ante mi asombro, mi amiga me confió que ella procedía de Alemania Oriental, de la que había escapado utilizando el metro de Berlín, el camino más seguro de huida, pues atravesaba los dos Berlines, pero también el más vigilado. Su voz temblaba cuando me narraba: 
--Solo llevaba lo puesto para no levantar sospechas y zapatos de tenis para poder correr en caso de peligro. ¡Pasé tanto miedo! Si alguien me miraba más de dos segundos mis rodillas temblaban. O si me preguntaban por la próxima estación, mi voz se quebraba. Mi familia sabía de mis planes. Todos éramos conscientes del riesgo al que nos exponíamos pero me alentaron a que lo hiciera.-- Se le rompió la voz. Carraspeó y continúo -- La noche anterior a mi marcha, la familia nos despedimos con una cena algo mejor de la acostumbrada y brindamos por un rápido reencuentro al otro lado del muro. Creo que ninguno de nosotros durmió esa noche. A la mañana siguiente después de un rápido desayuno de madrugada nos fundimos en un apretado abrazo y salí de la casa sin mirar hacia atrás. Apenas veía el camino, no tanto por la obscuridad sino porque las lágrimas borraban mi visión. 
La escapada se había coronado con éxito y ahora estaba en Inglaterra, trabajando para una familia inglesa
Yo estaba conmovida y ella tenía los ojos húmedos. Quiso romper la tensión y  levantándose del banco comentó:
--Por cierto, quedé en llamarles para que supieran como me iba el viaje y  confirmarles  la fecha de mi regreso .
Pero yo, admirada de su valor, y cuando volvió de hacer la llamada, le pregunté si su familia había sufrido alguna represalia por parte del gobierno de la República Democrática.
--Nada vital, me respondió con inesperada reticencia – excepto que mi hermano no ha podido encontrar trabajo. 
No me atreví a indagar más pues intuí que no quería adentrarse en el tema. Inesperadamente añadió, como a pesar suyo: 
--No  he vuelto a saber nada de ellos.
Nos hicimos muy amigas pero nunca volvimos a hablar de ello. A pesar de sus circunstancias, era una mujer alegre y divertida, llena de vitalidad y esperanza que sabía encarar la vida de frente.

Metro de Berlín

jueves, 7 de agosto de 2014

NO PUEDO RECORDAR SU NOMBRE






CAPITULO I, INTRODUCCIÓN.

Londres-Escocia 1960-65

Nos conocimos por casualidad en las vacaciones de Semana Santa. Yo había acordado con una amiga de Londres recorrer Escocia en esas fechas, utilizando los autobuses “Green Line”. Un par de días antes de la partida, a mi compañera de viaje le surgió un impedimento insuperable. Dudé qué hacer pero en un  arranque de espíritu pionero, decidí aventurarme en solitario. Dejé Londres pronto por la mañana, y al cabo de varias horas aparecí en Glasgow y me dirigí a un Youth Hostal. Una vez instalada pasé al comedor, recogí la bandeja en el autoservicio y elegí mi cena. Me senté en una mesa frente a una chica que también se encontraba sola. La recuerdo nítidamente: alta, morena, con ojos grandes muy claros y mirada sonriente.
Establecimos un diálogo y descubrimos que ambas nos encontrábamos en circunstancias similares. A pesar de proceder de países muy distintos- ella era alemana y yo española- acordamos seguir el viaje juntas. Recorrimos la ciudad de cabo a rabo, admiramos el Cristo de Dalí y disfrutamos con la vista de los jardines floridos y alegres. Trazamos un plan para el día siguiente. Decidimos hacer autostop y dirigirnos a Oban. Tuvimos éxito: un camión que transportaba clavos nos recogió y al cabo de unas horas nos dejó en el pueblo.
           Oban es un rincón maravilloso, del que recuerdo la puesta de sol en el atardecer y la conversación aburrida de un alemán - Helmut Shroeder era su nombre - de ojos de un azul intenso que contrastaban con su pelo negro. No recuerdo bien como había ocurrido pero en un momento dado mientras recorríamos el pequeño pueblo se nos había unido. Viajaba solo y quizás por esta circunstancia nos resultaba imposible deshacernos de él. Nos invitó a un viejo pub, donde saboreamos una deliciosa cerveza escocesa mientras con monótona voz nos contaba interminables historias irrelevantes que no nos interesaban en absoluto. Estaba claro que su compatriota le interesaba mucho más que yo y me llamó la atención su curiosidad por saber de nuestras vidas. Era evidente que lo que pretendía era unirse a nosotras dos y continuar el viaje los tres juntos hacia Aberdeen, nuestro próximo destino. Así que las dos decidimos marcharnos de Oban subrepticiamente a primerísima hora de la mañana, cambiando de rumbo por sugerencia de mí amiga. Cogimos un autobús que, atravesando paisajes maravillosos, pequeños pueblos encantadores y orillando un Loch Ness calmo y sin monstruo amenazador, nos llevó a Inverness.
Poco  a poco las dos fuimos conociendo nuestras mutuas circunstancias y afanes en la vida y espontáneamente surgió una confiada amistad.



Inverness y la Catedral 
 

miércoles, 6 de agosto de 2014

PRESENTACIÓN DE MI NUEVO RELATO CORTO.


Arriluce


Durante estos días de verano voy a subir mi último relato corto que realicé en el Taller de escritura Creativa al que asisto.

Como, a pesar de denominarse relato corto, es un poco largo, y generalmente nadie cuenta  con tanto tiempo como para poder concentrarse en la lectura,voy a dividirlo -  algo arbitrariamente -  en distintas partes para hacer más llevadera su lectura.

No se si a vosotros os pasa pero a mi me ocurre que cuando me enfrento a un escrito muy largo que va a requerir tiempo para ser, me entra una especie de pereza mental que me hacer pasar los ojos - pero no el interés - por encima de las letras, sin llegar a enterarme de lo que me han querido contar. Esa es la razón que me ha llevado a decidir fragmentarlo en varios cortos pasajes.

Mañana empezaré a subir la primera entrada.

jueves, 10 de julio de 2014

CUANDO EL AMOR ES MÁS FUERTE QUE EL DOLOR.. Segunda parte


GABRIEL

Crecí sin saber lo que era una madre. Me dijeron que algunas de las fotos que adornaban las paredes de la casa de Bilbao eran de ella. También me explicaron que se había ido al cielo el día que yo nací. Y que por eso nunca celebrábamos mi cumpleaños en ese día sino al siguiente, el día de San Gabriel. Escuché una vez a mis tías, una conversación entre susurros. Ellas pensaban que no les oía:
-“El niño no venía bien y ella se desangró; se fue en horas. El padre no se ha repuesto todavía”.
Cuando nadie me veía, contemplaba las fotos de mi madre. Necesitaba ver sus facciones, su pelo, su expresión. Quería que alguien me hablara de ella, saber sus gustos su modo de ser. Conocerla.
 No sabía a quién preguntar. Moncho tampoco era muy proclive a hablar de ella. Solo una vez, cuando éramos pequeños, me dijo: “Tus has heredado la risa contagiosa de mamá y su buen humor. Entonces papá estaba más alegre que ahora. Éramos una familia muy feliz. Todo se estropeó cuando tú nac…cuando se murió nuestra madre”.
Él no quiso ser duro pero lo que yo oía y percibía contribuyó a que creciera con el sentimiento de que mi madre había muerto por mi culpa y que por eso, mi padre prefería a Moncho. Como consecuencia, aceptaba ocupar el segundo puesto en el cariño de mi padre.
Los veranos los pasábamos en Gorrondo, que ya era nuestro porque los abuelos habían muerto. Solíamos salir los tres juntos en el coche de caballos. Paseábamos por las estradas, entre campos. Papá se sentaba a la derecha llevando las riendas. Moncho en el extremo opuesto y yo iba en medio bien custodiado por los dos. Mi hermano y yo llevábamos unos sombreros de paja para defendernos del sol. Papá era muy guapo. Nos contaba cosas sobre el caserío y sus pertenencias, sobre sus proyectos: quería parcelar las tierras, levantar dos caseríos más y alquilarlos junto con los campos de labranza. Nosotros nos quedaríamos con Gorrondo y el terreno circundante.
Fueron pasando los años. La vida transcurría como un río tranquilo. Nada cambió mucho. Papá se fue acomodando poco a poco a su vida de viudo. Moncho ya había ingresado en la Universidad de Deusto, de reciente creación y yo estudiaba en uno de los colegios de la parte vieja de la ciudad. Mi buen humor y fácil risa, me facilitaba hacer amistades. Tenía un grupo extenso de conocidos, y un círculo más pequeño pero muy fiel de amigos. Moncho y yo nos llevábamos muy bien. Aunque había seis años de diferencia entre él y yo, teníamos mucha confianza el uno con el otro. Seguía siendo enérgico, decidido y muy voluntarioso.
Nuestro padre estaba muy orgullo de que Moncho fuera una gran promesa, como le comentaban los profesores y también muy contento con mis resultados académicos. Se me daban bien las matemáticas y el dibujo. Yo había expresado que quería ser arquitecto naval, cuando acabara el Bachillerato. En aquellos años era una de las elecciones de moda entre la gente joven de la zona: marchar a Inglaterra para estudiar arquitectura naval, carrera que no estaba reconocida en España pero que era muy considerada por los Astilleros que entonces florecían en Bilbao. Ni mi padre ni mi hermano me prestaban demasiada atención, pues todavía faltaban unos cuantos años para acabar el colegio.
La enfermedad de mi hermano fueron días terribles para mí. Fue un rayo fulminante que partió en dos mi vida. Todavía no existía la vacuna contra esa enfermedad. Ni los antibióticos. La penicilina tardaría aún más de treinta años en descubrirse.
Veía a mi padre deshecho. Por las noches, mientras permanecía despierto en mi cama, le oía llorar. A mis quince años, no sabía cómo comportarme, qué hacer. Me daba cuenta de que necesitaba compañía y consuelo pero su actitud no facilitaba el acercamiento. Era incapaz de encontrar las palabras que pudieran mitigar en algo su dolor. Yo era consciente de no estar a la altura de las circunstancias. Y lo que era peor, tenía la seguridad de que mi padre también sentía lo mismo.
Se me iba mi hermano, el que había sido mi apoyo y mi confidente. Ahora me enfrentaba a la soledad, a la comunicación formal sin que mediara confianza real. Quise gritar de rabia. No entendía que estaba pasando ¿por qué tenía que morirse él? ¿Por qué tenía que quedarme solo, otra vez?
Sin embargo, vi con claridad que ya no podría irme a estudiar a Inglaterra, como había soñado. Debía quedarme junto a mi padre. No podía abandonarlo. Cuando Moncho murió yo ya había tomado la decisión. Iría a estudiar a Deusto.
Al cambiarnos a la calle Ripa yo pasaba horas observando las embarcaciones. En aquellas épocas los barcos subían ría arriba para atracar a los pies de nuestra casa. Desde el mirador se podía ver a los estibadores con su rítmico cargue y descargue de las mercancías. Bilbao era un puerto próspero y muy ocupado. Algunas de las embarcaciones tenían las enseñas inglesas. Todavía recuerdo algunos de los nombres y las ciudades de origen. Pero mi decisión estaba tomada y procuraba borrar de mi mente mis antiguos planes profesionales.
Mi padre siguió encerrado en su dolor. Yo procuraba contarle cosas del colegio, de los planes con mis amigos, de las asignaturas. Escuchaba procurando sobreponerse, pero no conseguía distraerle ni sacarle de su estado de ánimo. Pasaron meses antes de que pudiera reemprender su vida social. Por las mañanas trabajaba, al mediodía, comíamos juntos y por las tardes, al finalizar la jornada laboral, pasaba a la Bilbaína donde se encontraba con sus amigos.
Transcurridos dos años, le hablé a mi padre sobre mi decisión de ir a Deusto. Me miró algo sorprendido y comentó:
-"Pensé que querías ir a Inglaterra".
Le miré asombrado. No imaginaba que se acordará de mis sueños profesionales. Aún me asombró más cuando continuó: 
                        -"Me alegra mucho que te quedes, te lo agradezco".
Me sentí tan confundido que no supe articular una respuesta adecuada. Era la primera vez que mi padre daba señales de que alegrarse de tenerme cerca, de que me necesitaba.
A partir de entonces, nuestra convivencia se fue haciendo gradualmente más fluida; no teníamos que hacer esfuerzos especiales para mantener una conversación, la comunicación era más espontánea y natural. Compartíamos nuestras vidas. Las bromas y risas se fueron haciendo un elemento natural en nuestro trato diario. Yo le contaba sucedidos de la Universidad y él me comentaba aspectos de su trabajo o de sus reuniones en la Bilbaína. Descubrí que tenía un agudo sentido del humor y una marcada capacidad de observación. Estaba al día de la política internacional y más aún, de la nacional. Inesperadamente un día me sorprendió mirándome fijamente y comentando en voz apagada, mientras una leve sonrisa vagaba por su rostro:
          -"Te pareces a tú madre, tienes su sentido del humor, Has heredado la alegría que ella repartía con su sola presencia".
Supe que algo había cambiado radicalmente en nuestra relación padre/hijo.
Llevaba ya dos años en la Universidad. No me costaban los estudios. Sacaba buenas notas pero no me llenaba aquella carrera y prefería no pensar en lo que me esperaba una vez terminada.
El día que mi padre me comentó en la sobremesa
                    -"Gabriel, hijo, yo creo que no estás contento con tus estudios".
Me sentí en la obligación de protestar diciendo que estaba tan contento como podía estar con cualquier otra carrera. Pero el prosiguió:
"                -"Mira hijo, lo he estado pensando y creo firmemente que lo que a ti te va es lo que soñabas hacer. Cuando tú estás en clase ojeo algunas veces tus apuntes y veo están plagados de proyectos de barcos, dibujos de calderas de vapor y otra serie de cosas que no entiendo. He hecho averiguaciones con algunos de los contertulios del Club, y la mejor Universidad para lo que tú quieres está en Inglaterra Los hijos de un par de amigos están ya allá. Habla con ellos y entérate de los trámites, y todo lo demás. Piensa que tendrás que aprender el idioma antes de poder matricularte y eso te llevará uno o dos cursos. Ya nos arreglaremos para pasar las Navidades juntos. Yo todavía puedo aventurarme a hacer algún viaje a Inglaterra. Era un sueño que tu madre y yo teníamos. Estoy seguro de que ella hubiera estado contenta de verte estudiando en Inglaterra".
Me acerqué a mi padre y puse mi mano sobre su hombro apretándolo fuertemente.
-                -"¿Tú crees, de verdad, que mamá hubiera estado contenta?".

           -"Creo que tú serás feliz y eso le hubiera hecho feliz a ella, respondió apretando mi mano.

domingo, 22 de junio de 2014

CUANDO EL AMOR ES MÁS GRANDE QUE EL DOLOR. PRIMERA PARTE






DON JUAN

    A tu madre le encantaba recorrer las tierras en el coche de caballos. Era feliz sentada a mi lado dejando descansar su mirada sobre los campos de amapolas. Se le llenaban los ojos de luz, enlazaba su brazo con el mío y me atraía hacía ella con suavidad. Estábamos tan a gusto el uno junto al otro. Era verano y nos habíamos trasladado a Gorrondo, el caserío de sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos y no sé cuantas más generaciones. Tenía 250 años de existencia. Conservaba su señorío, aunque diferente a como tú lo conoces. Era como el cuadro que está en nuestra casa de Bilbao. Yo hice algunos arreglos más tarde. Pero entonces no tenía opción a opinar ni sugerir. Nuestra boda no había sido objeto de alegría para tus abuelos. Habían soñado para su hija única, con un buen partido, de familia reconocida socialmente y de mayor fortuna. Y yo no era nada de eso. Mi padre era secretario del Ayuntamiento de la capital y cabeza de una familia de once hijos. Yo había conseguido llegar a ser agente de bolsa, que en aquellos tiempos no se alcanzaba por oposición sino con trabajo y esfuerzo personal. Tampoco había adquirido el rango profesional que años más tarde llegó a alcanzar. Además estaba el inconveniente de que entre ella y yo había una diferencia de trece años. 
  Tu madre tenía veintidós. Veintidós felices años llenos de vida y de ilusiones. Me enamoré de ella como un tonto. La primera impresión que causaba era la  de una joven sería y tímida pero su sonrisa sincera y espontánea  transformaba su rostro, embelleciéndolo. Me quedé prendado de su naturalidad, su risa fácil y contagiosa que hacía que los ojos se le iluminaran y cobraran un atractivo difícil de esquivar, como un imán suave pero irresistible. Una mujer con un encanto especial que, como el buen perfume, te atrae sin darte cuenta.
    Tu hermano Ramón nació al año de casarnos. Nosotros éramos felices viéndole crecer fuerte y alegre. Desde pequeño apuntó un carácter firme y decidido. Si algo se le resistía apretaba los puños y no cejaba hasta que lo conseguía. Tu madre se volcó con él pero nunca me sentí fuera del círculo maravilloso: sabía integrar todos sus quereres. Y los dos nos sentíamos amados por igual aunque de distinta manera. Continuamos yendo los veranos a Gorrondo para estar con los abuelos. Era un lugar sano y propio para que un niño creciera en contacto con la naturaleza. 
    Ahora era Moncho el que sentado entre tu madre y yo, nos acompañaba en nuestros recorridos en el coche de caballos. Disfrutaba con los campos de amapolas. Lo había heredado de su madre. ¡“Polas!, ¡Polas”! gritaba mientras las señalaba con su mano regordeta y nos tiraba con insistencia de la manga bien a tu madre o a mí para que le acompañáramos en su entusiasmo. Yo acababa frenando al caballo para que los dos bajaran del coche y recogieran un ramillete. Sus gritos de alegría, deleitaban a tu madre que le seguía de cerca para asegurarse de que no se perdía en aquella maraña de trigo y flores. 
    La única nube que turbaba nuestra felicidad era que no había señales de que otro niño estuviera en camino. El ginecólogo aseguraba que no había ningún impedimento pero el niño no venía, así que cuando seis años más tarde tú empezaste a dar signos de vida, tu madre y yo nos llenamos de alegría. Queríamos una familia numerosa: yo, porque procedía de una y tu madre, porque no le había gustado ser hija sola. Se nos hicieron largos los meses de espera. Moncho estaba desconcertado porque percibía algo intangible que le había desplazado hacia la periferia. Y tu madre se empeñaba en repetirle que tenía que querer a su hermanito porque iba a ser muy pequeño y necesitaría de sus cuidados. Moncho miraba `perplejo a su alrededor porque no encontraba entre sus juguetes ningún objeto pequeño que respondiera al nombre de hermanito. 
    Por fin llegó el día. Se presentaba un parto difícil. Vivíamos entonces en Bilbao en la misma casa en que nació Unamuno. Te esperábamos con los brazos abiertos. Había nervios e inquietud. Tu madre estaba serena y cooperaba con todas sus fuerzas. Pero la tensión fue creciendo según iban pasando las horas. Tú, por fin, te asomaste a la vida pero tu madre se hundió en la muerte. Pudo tenerte en sus brazos y acariciarte durante unos minutos para depositar un suave beso en tu colorado rostro; las únicas caricias que has recibido de ella. A las pocas horas ya eras huérfano de madre
    Yo me sumí en un dolor intenso que no me dejaba pensar. Me quedé a solas con ella durante horas. Le hablaba, no me contestaba. Lloraba, no me oía. Es terrible la quietud de la muerte. La incomunicabilidad. Contemplar un rostro amado que jamás volverás a ver en esta vida. Saber que no puede responderte, ni consolarte.
    Tus abuelos se ocuparon de ti y de Moncho durante los primeros días, llevándoos a su casa Te bautizaron al día siguiente de tu nacimiento. Era San Gabriel, y así te llamaron. Ni siquiera me preguntaron qué nombre quería ponerte. No me importaba. A los pocos días viniste a casa y creciste al cuidado de Simona. Fue como tú segunda madre .Yo me alegré cuando, a su muerte, tú insististe en enterrarla en nuestro panteón.
    Yo buscaba la compañía de tu hermano, que, aunque incapaz de captar mi profundo dolor y soledad, podía compartir conmigo algunos recuerdos de su madre. Durante meses preguntaba por ella todos los días. Por las noches, solo en su habitación, le oía llorar desconsoladamente. Me sentía herido por ese llanto e incapaz de encontrar el modo de consolarle. Pasaba horas en su cuarto, intentándolo. Todo esto contribuyó a que estuviéramos muy unidos en los años posteriores. 
    Seguíamos veraneando en Gorrondo y cuando empezaste a tenerte en pie pasabas mañanas enteras atareado, recogiendo las chiribitas que crecían en la campa del jardín donde unos cuantos tilos se elevaban hacía el cielo y proyectaban una sombra protectora. Fue entonces cuando empezamos a llamarte Chiribito, por tu amor a las pequeñas flores blancas y amarillas que cuajaban la hierba. Con tus cortas piernas tambaleantes, depositabas las flores en las faldas de tu abuela y de Simona y corrías afanoso a coger más, para entregármelas, tímidamente. “Muy bien Chiribito, muy bien, son preciosas” era lo más que conseguía decirte, mientras pasaba un dedo suavemente por el contorno de tu rostro. Te lo agradecía de corazón pero por un sentimiento inexplicable del que no podía desprenderme era incapaz de esforzarme en ser más cariñoso. Te tenía a ti, pero no tenía a tu madre. Inconscientemente te culpaba de ello.
    Conoces bien como fue la muerte de tu hermano. Los primeros síntomas, las altas fiebres, los dolores musculares, las erupciones en su cuerpo, las visitas diarias del médico y el diagnostico final: “Tifus”- dijo 
    Y mi mundo se derrumbó. Veíamos a Moncho hundido en el sopor, su estado de delirio. Sabíamos que le quedaban pocos días de vida. 
  Días terribles para mí. Mi hijo mayor se me iba como se había ido mi mujer, precisamente cuando las ilusiones soñadas parecía iban a realizarse: la culminación de su carrera, el futuro trabajo ya prácticamente confirmado.   
    Pasaba las noches junto a su cama. Lloraba sin lágrimas. Estaba metido en mí mismo, sumido en mi dolor, distanciado de todo y de todos. Me olvidé de ti, Chiribito. Envuelto en mi pena era incapaz de captar lo que esta muerte podía estar significando para ti. Nunca tuviste una palabra o una mirada reprochadora. Tú nunca me acusaste de nada.
  Fue la muerte de Moncho lo que me hizo decidir un cambio de casa Había demasiados recuerdos dolorosos en la antigua. Elegí la calle Ripa, junto a la ría porque estaba cerca de mi trabajo y de la bilbaína. 
    Han pasado muchos años pero aún me siento culpable por no haber sabido quererte tanto como tú necesitabas. La sombra de una nunca reconocida acusación injusta, gravitaba sobre ti. A pesar de todo tu creciste fuerte y risueño. En ocasiones algunas cosas cuya comicidad nos parecían absurdas a los demás, inesperadamente te hacían soltar carcajadas contagiosas, que nos alegraban a todos.