LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

viernes, 18 de febrero de 2011

AMORES MADUROS

Las Marismas de Santoña , Acuarela de Paloma Rojas.

Triunfadora, eso es lo que había sido.
Hermana de muchos hermanos. Alegre, simpática, divertida, optimista. Amable con todo el mundo. Dispuesta para la vida. Lista, rápida, con iniciativa. Lo que en sus tiempos se hubiera denominado una mujer de mucho éxito. Nunca le faltaban invitaciones a cenas, bailes, comidas, teatro, cine, ballet, conciertos, con sus amigos. Reía con todos y disfrutaba de la vida. Era animada, ocurrente, natural, genuina.
Pero no se comprometía con nadie. Los cadáveres de sus pretendientes quedaron arrumbados en las cunetas, más o menos maltrechos. Eventualmente se repusieron y ante la evidencia de que nunca llegarían a conquistarla, cada uno se casó, tuvo hijos y en algún caso, enviudó, prematuramente.
Ella se enamoró irremediablemente de un hombre guapo, atractivo, callado, tímido; mirada interrogativa, silencios que apuntaban a profundidad de pensamiento y carácter.
Decidieron casarse. Un matrimonio en plenitud de juventud, belleza y atractivo. No tuvieron hijos, nunca llegaron. Pero ella no se dejó desanimar y continuo haciendo la vida divertida y variada para su gran amor. Compensaba con su buen ánimo, la ausencia de los hijos, la seriedad y parquedad de palabra de su marido.
Los años se fueron desgranando y los descubrimientos se fueron realizando. Los silencios, presagios pretéritos de profundidad de carácter y capacidad de observación, aparecieron en su verdadera dimensión: vacuidad de contenido, inexistencia de ideas.
Un trabajo profesional anodino y sin perspectivas, en parte debido a su debilidad de carácter, creó en él un estado de decaimiento permanente. Siguió siendo guapo pero el aburrimiento y la rutina le condujeron a buscar el ofuscamiento en el alcohol, hasta que el alcohol se convirtió en su gran consuelo, su fiel compañero diario.
Ella lo llevó bien al principio, buscaba animarlo y darle apoyo, supliendo con propia iniciativa la que a él le faltaba, pero no funcionó. La vida en común llegó a ser fastidiosa, irritante vulgar. La distancia entre ambos fue cada vez más evidente. Él pasaba mucho tiempo en los bares y ella se refugiaba en sus amigas, en su familia.
Él estaba tristemente amargado porque era consciente, de la desilusión de su mujer, de su propia incapacidad para estar a la altura de las circunstancias y superar su apatía, su personal fracaso como hombre, de su incapacidad para dar porque simplemente no tenía.
Una enfermedad fulminante acabo con este estado de cosas. Murió cuando todavía era un hombre relativamente joven.
Ella comenzó a trabajar para sobrevivir. Puso todas sus energías en juego y saco adelante el negocio. Pero un rastro de amargura contenida contaminaba su conversación, sus relaciones sociales. No podía sacudirse la realidad de un matrimonio fracasado, la incomunicabilidad insuperable, los días y las noches de convivencia con un ser, que era bueno, pero débil, e incapaz de aportar lo que ella hubiera necesitado, por la sencilla razón de que no lo poseía
La vida transcurrió plana y sin ilusión
Inesperadamente ocurrió un encuentro fortuito. Ni tan siquiera recordaba como o cuando tuvo lugar. Se habían vuelto a encontrar, ¿En un autobús?, ¿Tomando unas copas con amigos?¿ En algún concierto?, No podía precisarlo. Los dos estaban viudos. Una enfermedad mortal les había arrebatado sus parejas. Hablaron de sus años de juventud, de los coqueteos inocentes, del rechazo de ella, de la mujer de él, de lo guapa y encantadora que era, de la lucha para sacar adelante los hijos, ahora ya casados.
Sin poder precisar como, quedaron en verse otro día, para volver a recordar los viejos tiempos, pasar un rato agradable en compañía agradable. Se rieron juntos, rememoraron juntos. Juntos se comunicaron la experiencia de sus matrimonios; los hijos, la falta de ellos. Lentamente las verdades iban emergiendo y tomando forma, conduciendo al conocimiento de la mutua realidad. El matrimonio de él había sido feliz, su mujer había sido una esposa excelente. Los hijos, como en tantos otros casos, habían planteado problemas que resolvieron juntos.
Pero, dijo riendo, en el fondo de todo y sin que saliera nunca a la superficie, estabas tú. Como un sueño de juventud, del que uno es muy consciente de ser tan solo una entelequia imposible: ese primer amor desinteresado que conservamos en el casi olvidado recuerdo como un sueño, que ya hemos desechado ante la realidad tangible que nos rodea.
Ella observó en él, lo que nunca antes había tenido en cuenta: su fortaleza, su carácter equilibrado, la sensibilidad y delicadeza que se desprendía de sus palabras, de sus gestos, la mirada inteligente, la paciencia, la capacidad de iniciativa.
Se quedó mirándole con una sonrisa vagándole por el rostro. Lo vio con nuevos ojos, con los ojos de la madurez, de la experiencia, del sufrimiento callado.
No querían pensarlo: los dos estaban en la franja de los setenta, ella en el extremo izquierdo, recién estrenado, él en el extremo derecho, precipitándose hacía los ochenta.
Es ridículo, considero ella. Una no puede enamorarse a los setenta. Es imposible, pensó él. Si no me quiso a los veinticinco, no puede quererme ahora, cuando estoy a punto de despedirme de la vida.
Los hijos reaccionaron de manera pragmática: que necesidad hay de comprometerte en un nuevo matrimonio, después de tantos años de viudez; sal con ella, haz viajes si quieres, pero no te ates, es difícil acomodarse a una nueva persona a tu edad; no suele resultar,
Él se indignó; para él no era una mujer de usar y tirar, ocasional, no quería esconderse detrás de una relación cobarde y sin riesgos. La quería de verdad. No se trataba de pensar en lo que iba a recibir, sino en pensar en que quería compartir con ella los años que le quedaran de vida. No entendía de mediocres y burdos entendimientos vergonzosos y mezquinos sino de amor sin condiciones.
No resultó ni ridículo ni imposible. Se casaron publica aunque discretamente: comparten, comunican, ríen, disfrutan, Son felices. Con la plena felicidad serena que no habían podido gozar cuando eran jóvenes, guapos y llenos de energías.
Fui tonta entonces, piensa ella. Menos mal que me he espabilado a tiempo, aunque fuera tarde, piensa él.

viernes, 11 de febrero de 2011

DESCONCERTANTE CONCIERTO

El puerto deportivo está situado a los pies del muelle por el que diariamente pasea mucha gente. Según la hora del día, los paseantes pueden ser jóvenes deportistas, mujeres empeñadas en no dejar atrás su juventud, adultos con necesidad de bajar el colesterol o hacer frente a los ataques de la artritis, o turistas admirados ante las casas palacio que bordean el paseo.


Incluso en los días de lluvia y frío hay unos cuantos fieles que no ceden ante los elementos y enfundados en gabardinas, cubierta la cabeza con sombreros o gorros de lluvia, hundidas las manos en los bolsillos retan al viento. Embistiendo a los elementos avanzan con la cabeza baja a lo largo del paseo que recorre la orilla del mar.
Las nubes grises se confunden con el mar y un color plateado lo envuelve todo. Tan solo destacan los colores blanco, azul o rojo de los barcos.

En ese preciso momento da comienzo el concierto. Las embarcaciones de mayor o menor calado firmemente ancladas, se balancean y en perfecta unidad improvisan un magnifico concierto de cuerda y viento.
Los estayes azotan suave y rítmicamente el mástil, los obenques se unen a su partitura y el viento juguetea ululando por los estrechos espacios entre el palo mayor y los estayes, produciendo un misterioso sonido cristalino que sobrecoge y hace recordar la soledad que se siente en alta mar cuando el ser humano se enfrenta a la tormenta ante el horizontes de un mar infinito y sin referencias.

La belleza de ese momento es única y sobrecogedora.

jueves, 3 de febrero de 2011

MIKELA

Arkote. Acuarela de Paloma Rojas

¡Inigualable Mikela! Lo curioso es que en la familia no la supimos apreciar lo suficiente, pero todos nos acordamos de ella. La recuerdo siempre mayor. Ahora me doy cuenta de que no lo era. Pero su manera de ser, de comportarse, era más propia de una mujer entrada en la ancianidad, que una persona de mediana edad.
Cuando mis padres se casaron, Mikela, ya estaba trabajando en casa de mi padre. Le sentó muy mal esa boda porque hasta entonces ella gobernaba la casa, sin tener a nadie que la controlara o supervisara.
Mi madre era una persona habituada, desde muy joven a organizar su propio hogar. Cuando mi abuela murió, era aun una niña y una vez que su hermana mayor se casó, se hizo cargo de las riendas de la casa. .
Así que Mikela declaró que "de fuera vendrá, quién de casa de echará", como espetó a mi madre en una ocasión. Y desde entonces la guerra sorda entre ellas era bastante evidente. Sin embargo, adoraba a mi padre, a quién seguía llamando "señorito" como en sus tiempos de soltero.
Hay características de Mikela que son imborrables; su modo de andar, balanceándose hacía los dados como si de un viejo marinero en tierra se tratara; la frase repetida hasta la saciedad de "se cansa la persona" para subrayar que estaba trabajando por encima de sus posibilidades y fuerzas, hecho nada evidente- frase que se convertimos en una disculpa y un motivo de regocijo para todos nosotros, los jóvenes-; su modo de dar las diarias cuentas de la plaza a mi madre, en las que la palabra arbejillas aparecía con frecuencia y obligaba a conocer algo de euskera para saber que se trataba de guisantes; su castellano mal hablado que nunca llegó a corregir y que le daba un modo de expresarse tan peculiar; los desayunos de chocolate y nata - sacada de la leche hervida -que nos preparaba cada mañana; los besos mojados que nos plantaba cada día; los lloros por las marchas del hogar cuando fuimos haciéndonos mayores e independientes.
Mi gran entretenimiento y su gran diversión eran imitarla en su habla, copiando su acento vasco y su mala gramática castellana, tan propios de los vascoparlantes de aquella época.
La Navidad me trae recuerdos imperecederos. : Los caseros nos traían capones como parte de su renta anual. Bajo los cuidados de Mikela estos continuaban engordando y su presencia en la cocina era notoria: ocupaban un espacio pequeño bajo el fregadero. Unos días antes de la noche del 24, Mikela se hacia dueña absoluta de la cocina, se enfundaba en un delantal blanco, ponía un balde a sus pies, cogía un gran cuchillo y apoderándose del capón, le doblaba el cuello sobre sí mismo con la mano izquierda, de manera que el bicho quedaba amordazado. Con la derecha le proporcionaba un corte en el cuello, que sorprendía al bicho de forma tan radical que aunque continuaba moviéndose y agitándose por unos minutos, poco a poco las fuerzas le abandonaban y el balde se llenaba de sangre. Un adiós a la vida que yo contemplaba sin pestañear, como uno rito pagano, entre hechizada y asqueada, sentada frente a Mikela, en una sillita pequeña que no levantaba media metro del suelo
Pasada esta cruenta etapa llegaba el desplume. Una nube de plumas volaba por la cocina y te hacia estornudar mientras que lentamente caían dentro del mismo balde. Después de esta operación, el gordo y blanco cuerpo del bicho aparecía por primera vez a la luz en toda su espléndida redondez.
A esto le seguía la operación de quemar los espolones pasando al capón por las llamas del fogón. El olor era característico y cada año mi nariz se arrugaba en señal de repugnancia, pero nada me movía del lugar.
Por cierto, esta silla también fue protagonista de mis burlonas parodias sobre la manera en que Mikela se ataviaba cada día para asistir a lo que ella definía como "la funsión", que no se trataba de otra cosa que la Bendición y rezo del diario rosario en la iglesia más próxima a nuestra casa.
De vez en cuando me presentaba en la cocina con una mantilla gorda y negra, unas gafas oscuras, a las que faltaba uno de los cristales, un rosario inmenso en las manos acompañado de un devocionario, y la famosa sillita que arrastraba desde mi cuarto de juegos. Me arrodillaba devotamente en la silla y comenzaba a recitar las letanías en un macarrónico latín. Debía de tener cierta gracia porque Mikela, que no gozaba de gran sentido del humor precisamente, se reía mientras me llama Biotza.
Lo mejor de Mikela era la merluza frita. En ningún otro lugar he saboreado una merluza más exquisita. Todos coincidimos en eso. Ni Arzak, ni Subijana, ni Martín Berasategui, ni Aduriz; Nadie sabe prepararla igual.
Tenía la cualidad de resaltar lo obvio. Cuándo abría la puerta de la casa, indefectiblemente preguntaba a forma de bienvenida "Lastantxu¿ya estás aquí?" .Volvíamos sobre nuestros pasos y mirando por el hueco del ascensor, contestábamos con perfecta seriedad "No, estoy subiendo las escaleras", lo que le sumía en profunda perplejidad.
Se jubiló durante una de mis estancias en el extranjero y no la volví a ver. Me enteré tarde de su muerte en Lequeitio, un precioso pueblo de la costa, de donde era originaria y donde vivió con su familia hasta el fin de sus días. En total dos tercios de su vida habián transcurrido con mi familia. Es parte de ella, aunque no tuviera el don de ganarse la simpatía de la gente, por su carácter protestón y tendencia a la queja, Pero era una mujer leal y buena. Y nos quería con locura. A todos menos a mi madre, aunque al final de sus días juntas, llegaran a acostumbrarse a vivir con lo que cada una consideraba el peso de la otra y a quererse.