LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

domingo, 21 de abril de 2013


DOS HOMBRES LIBRES. 
Segunda parte.



A las 8.45 de la mañana, llamaron a la puerta de su casa. Les esperaba ya arreglado. Un coche estaba aparcado delante de su portal. No mediaron palabras entre el General Martin y él. A las 9 en punto llegaba al Gobierno Civil. Le introdujeron en uno de los salones del palacete. Lo conocía bien. Era allá donde le habían recibido como un héroe unos años antes. Las cosas habían cambiado algo desde entonces. Miró a su alrededor recordando las felicitaciones, los abrazos con sonoras palmadas en la espalda. Las miradas de admiración que ocultaban la envidia. “Envidia de qué”, pensaba. No había mucho que envidiar: doce meses de encarcelamiento y tortura psicológica, sin saber si cada amanecer era el último día de tu vida.

Una puerta se abrió silenciosa en un extremo del gran salón. Alzó los ojos y vio al Gran Salvador que con pasó rápido y los brazos extendidos se acercaba a él, con ademán de abrazarlo.

--¡Cuánto me alegro de verte Burrell! Tantos años sin saber de ti. Sus brazos rodeaban sus hombros y palmoteaba su espalda con energía. ¿Cómo te va?
--Muy bien, tengo trabajo y amigos. Me gusta esta tierra y me encuentro cómodo aquí. 

--¿Te has repuesto ya del todo, después de aquellos meses de martirio en aquella maldita cárcel?

--Me costó, pero me repuse del todo.

--Me alegro, me alegro mucho. Tú siempre fuiste leal a nuestra causa. Un-héroe-de- nuestra-Causa, lo subrayó  con emoción
.
Su mirada se tornó inquisidora cuando volvió a tomar la palabra. 

--Por cierto, ayer, cuando pasaba bajo tu balcón, me di cuenta de que no aplaudías, que guardabas silencio. Me he enterado de quienes eran los que estaban contigo: son enemigos. 

--Yo no diría eso. Él es defensor de sus propios ideales, ideales que tú  persigues. Esa es la diferencia: él no te persigue a ti. Sencillamente, no te aplaude y emplea los medios leales para ganar  su propia causa. 

--Pero eso equivale a ser enemigo. Quién no está conmigo, está contra mí. 

--Eso lo dijo Cristo, pero tú no eres Dios. 

--Aléjate de él. Es consejo de buen amigo.


--Te contaré lo que no sabes, Gran Salvador; había un deje de ironía en su voz. 

--Cuando me liberaron de aquella hedionda cárcel, yo estaba enfermo, muy enfermo. Nos sacaron a todos como ganado. Tú y tu gente os acercabais rápidamente  y no tenían tiempo de rematarnos. Los carceleros tenían que huir rápido si querían salvar el pellejo. Durante algún tiempo caminamos hacía vuestras posiciones, cada uno como podía. Buscábamos la seguridad del propio bando.  Pero yo ya no tenía fuerzas y me tumbé en la cuneta, esperando morir. Tu enemigo, como tú le calificas, huía de vosotros; se había quedado defendiendo su posición hasta el último momento. Su objetivo era alcanzar la costa y embarcar en el último barco que zarpaba ese día. Había conseguido un coche en el último minuto. Huía en la misma dirección que yo debiera haber tomado. Pero en un punto dado del camino, él giraría en  dirección a la costa, evitándoos.
No sé lo que fue que le hizo aminorar la marcha cuando pasaba a mi lado. Pero  me  reconoció a pesar de que  yo había adelgazado tanto que esta irreconocible.  Habíamos sido amigos  desde niños. Cada uno pensábamos distinto, pero nos respetábamos mutuamente. Paró inmediatamente, me llamó por mi nombre. Yo no tenía fuerzas ni para hacer ademán de levantarme y menos para acercarme al coche. Salió rápido  del vehículo, y cargó conmigo hasta él. Nos fundimos en un fuerte abrazo.  Se acercó cuanto pudo a las filas de mi gente – de tu gente – y se aseguró de que me dejaba en manos de buenas personas que cuidarían de mí hasta que vosotros llegarais. Nuestra despedida fue rápida pero sentida; no había tiempo para más. Después él continuó su camino hacia el mar. 

--Te salvó la vida.  Y por lo que veo, él también se salvó. 

--Sí, fui yo quién le defendió en su juicio. Y lo gané. 

Burrel se calló, observando con calma al que también había sido amigo de su infancia.

--Sabes, Thomas, Anders –como bien sabrás  es el nombre de mi amigo - y yo somos dos hombres libres: libres de odio, libres de rencor, libres de deseos de venganza. Somos amantes de la libertad ajena y la propia. Nos gusta la lealtad. Pensar distinto, no es traición. 

Thomas tenía los ojos empañados de lágrimas. Burrell lo recordaba siempre así: una mezcla de despotismo y sentimentalismo edulcorado. Pensó que era un buen momento para despedirse. Se acercó a su amigo y le tendió una franca mano. Thomas se la apretó con calor:

--Deséame suerte, le pidió.

--Te desearé algo mejor, sonrió Burrell, te deseo que llegues a ser un hombre libre, libre como nosotros,  como has prometido a la masa. Así estaremos todos en el mismo bando.

Quince  minutos más tarde salía por la puerta principal del Gobierno Civil. 

Se atusó el bigote ocultando una sonrisa divertida.

miércoles, 10 de abril de 2013


DOS HOMBRES LIBRES. 
Primera parte

Hockney, Late Spring

El Gran Salvador  de la nación saludaba desde el balcón del Ayuntamiento  a la muchedumbre  enfervorizada que se arremolinaba a los pies del edificio, inundando la plaza que se desplegaba delante de él. Innumerables banderas nacionales se agitaban furiosamente  en círculos concéntricos y  desde todos los rincones de las calles que convergían en la Casa Consistorial, se oía un rugido ensordecedor. Los gritos exaltados y los ¡vivas! eran atronadores. El himno nacional, interpretado por la banda municipal,  era inaudible, apagado por el tumultuoso gentío que lanzaba gritos de ¡¡¡Viva  el salvador del pueblo!!! ¡¡¡Él es nuestro líder!!! ¡¡¡Con él somos invencibles!!! 

Y El Gran Salvador contempló satisfecho  la masa sin rostro que se revolvía a sus pies. Paseó la mirada lentamente por la gran plaza, en la que los jardines eran invisibles entre los cuerpos que la abarrotaban, recorrió los edificios que la rodeaban con los balcones repletos de gente. Una ingente masa sin rostro seguía a voz en grito los eslóganes que se incoaban. Sonrió  complacido. Los personajes que junto a él presidian la manifestación, también  sonreían, orgullosos y satisfechos. Por fin le podían ofrecer, rendido a sus pies, aquel pueblo que decían era invencible y rebelde. Allá estaban aquellas gentes, enardecidas, gritando frenéticamente su nombre, como quien convoca a un dios.

Entre la multitud, en los puntos más alejados de la plaza, donde casi no alcanzaba la vista,  grupos de hombres de variadas edades, permanecían de pie, callados, procurando defenderse de los empujones de la masa. No gritaban, ni agitaban sus brazos. Eran los obreros y directivos medios de las mayores empresas de la zona, obligados con suaves palabras, que encerraban encubiertas amenazas silenciosas, a incorporarse a la acogida libre y sincera del vencedor. Diseminados a lo largo de otras calles laterales había grupos similares, que pasaban desapercibidos para la mayoría de la gente, pero no para los equipos de seguridad.

El Supremo Líder del pueblo volvió a levantar su brazo, haciendo ademán de que se callaran. Lentamente el mudo mensaje se fue extendiendo por la riada humana desparramada por la plaza y calles y su voz, recogida por la megafonía,  se pudo oír por toda la urbe, ahora en silencio: 

“Compatriotas, con vuestro esfuerzo leal, generoso y valiente, hemos conseguido la gran victoria que nos llevará a un mundo nuevo, donde las estrellas brillarán en el firmamento, la justicia volverá a regir  nuestras leyes, la honradez liderará nuestro gobierno, y los hombres serán libres para siempre”. 
Continuó hablando durante un cuarto de hora, interrumpido por constantes aplausos que quemaban las manos hasta que las palmas se volvían rojas e hinchadas.
Cuando terminó de hablar, los vivas retumbaban contra los edificios, las gargantas se desgañitaban y los brazos, rompiendo el aire, se agitaban, descontrolados. ¡¡¡Viva el  Gran Salvador!!! ¡¡¡Arriba nuestro Jefe Supremo!!! Quienes le rodeaban reventaban  de orgullo, queriendo participar de la sombra gloriosa  de su jefe. Las sonrisas eran serviles, las palabras untuosas, buscando el favor del todopoderoso.

El  Gran Hombre, desapareció detrás de los cortinones del balcón. La multitud seguía sin moverse mientras continuaba gritando consignas de fidelidad eterna y cantando canciones patrióticas. 

Una hora más tarde, después de la recepción ofrecida por las autoridades locales, hizo su aparición un gran coche descapotable de marca extranjera que esperó, en marcha, ante la puerta del Ayuntamiento. Las fieles fuerzas del orden abrieron un amplio camino hasta el automóvil. Era difícil apartar al  gentío situado cerca de la puerta principal. Por fin, el Gran Salvador hizo su aparición. Casi no se le veía, rodeado como estaba de la masa de seguidores. Al cabo de un tiempo su figura apareció sobresaliendo sobre las cabezas de la gente. Se situó de pie en la parte de atrás del descapotable, solo, sonriente y triunfante. El  Gran Salvador se iba a dar un  baño de multitudes. 

El abogado Burrell, y la familia de su mejor amigo, observaban todo desde los balcones de su casa,situada diametralmente en frente del Ayuntamiento. Se preguntaba cuál de los dos brazos de la plaza tomaría el Gran Héroe  para  enfilar  la calle principal de la ciudad que  conducía al Gobierno Civil. Burrell  había tenido tiempo de comprobar que los tejados y buhardillas de las casas que rodeaban la plaza estaban tomadas por el ejército, con las ametralladoras apuntando hacía la multitud.  Si el coche elegía la derecha, pasaría a los pies de su balcón. 

Esperó con tensa curiosidad. El coche avanzaba muy lentamente. A su paso, algunas mujeres se emocionaban sin poder contener las lágrimas. Los padres alzaban a sus hijos pequeños sobre los hombros para que pudieran ver bien al Gran Líder. Los jóvenes se desgañitaban gritando consignas partidistas. Los ancianos miraban con ojos empañados. En todos los balcones había gente aplaudiendo calurosamente mientras gritaba vivas enardecidos. Y el Líder  levantaba la mirada y saludaba agradeciendo con entusiasmo  la acogida.

El coche tardó veinte minutos antes de que se acercara a la casa de Burrell. Uno de los  dos balcones estaba ocupado por el abogado y su amigo y el otro por la mujer y la hija de este. Ninguno  aplaudía, ninguno profería gritos de entusiasmo. Ninguno saludaba. Todo era  silencio y observación. El Gran Salvador alzó sus inquisitivos  ojos, taladró con su mirada a los ocupantes y pareció reconocer a alguno. Fijó sus ojos en Burrell y sonrió imperceptiblemente. El abogado correspondió con  un leve movimiento de cabeza. Los dos se  sostuvieron la mirada. El coche siguió avanzando en su lento recorrido, dobló la curva y enfilo la calle principal. 

La multitud corrió detrás del  coche,  algunos eligieron  las calles adyacentes  para poder adelantar a su héroe y  alcanzarle calle abajo, cuando llegará a la casa del Gobierno Provincial. 

Burrell y sus amigos dejaron el balcón y se reunieron en el salón. Su amigo, un hombre alto y fuerte se dirigió a él:

--Te has arriesgado demasiado Burrell, te ha reconocido.
--Y me ha sonreído, respondió en tono ligero, atusándose el bigote en uno de sus inveterados tics.
--Ten cuidado, los tiempos son difíciles. 
--No te preocupes, no te olvides que he luchado a su lado.
--Sí, pero ahora no estás de su lado. Y lo sabe. 
--Descubrirá quienes estábamos contigo en el balcón, terció la mujer del hombre alto y fuerte.
--Inmediatamente será informado, estoy convencido pero no olvides que estáis legalmente en este país. Burrell hablaba con firmeza
--Sí, pero no seguros.
--No le des más vueltas Carmen, no va a pasar nada. Esperad un poco a que se aclaré la calle y marchaos a casa. Os llamaré más tarde para ver que tal os ha ido.

No bien habían desaparecido por la puerta de la casa, sonó el teléfono. Burrell lo cogió rápidamente. 
--Dígame
--¿El Abogado  Burrell? Era una voz de hombre fría, neutra.
--Sí. ¿con quién hablo?, la voz de Burrell era controlada y bien modulada.
--Soy el General Martin. Le llamo desde el Gobierno Civil. Departamento de  investigación interna. Me gustaría que mañana pasara por nuestras oficinas a las nueve de la mañana.
--Me temo que no podré acudir a las nueve. Tengo un juicio pendiente a esa misma hora.      Usted comprenderá que no puedo dejar solo a mi defendido.
--Tendrá que posponerlo, la voz del General Martin era una orden esta vez. 
--De todas formas, ¿de qué se trata? 
--Hay un asunto que queremos discutir con usted. 
--¿No puede adelantarme algo? Es posible que lo que usted requiera mañana, necesite previa preparación de datos.
--No hará falta nada de eso. Pasaremos a buscarle a las nueve menos cuarto en punto, subrayó en punto con una leve inflexión de su voz.
--De acuerdo, aquí estaré. Burrell parecía en plena posesión de sus nervios. 

Colgó el auricular. Se sentó en el sillón de la mesa de su despacho, apoyó la cabeza en el respaldo y cruzó las  manos sobre su estómago. Sus ojos inteligentes recorrían la habitación   sin verla, casi se podía oír crujir  su  cerebro, cavilando sobre lo que acababa de escuchar. 

“He pasado por esto antes, pensó, aunque en el bando contrario”.