LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL TURMALICUERO



Ramón Portazgo había sido siempre algo peculiar. No era fácil de conocer. De forma sutil interponía distancia entre él  y los demás. Una especie de reserva intangible, pero efectiva. Esto, unido a una actitud torva en sus relaciones sociales y familiares, a las que asomaban matices de crueldad, había hecho de él un hombre  temible e inquietante.  Aún  más contradictorias eran sus reacciones afectivas ante hechos de relativa importancia. A todo esto había que añadir  su  sorprendente gran amor a la Literatura con mayúscula.

Enrique, su nieto, con frecuencia había pensado utilizarlo como un personaje de sus novelas pero nunca se había atrevido a intentarlo. Que Enrique Portazgo incluyera entre sus personajes, uno parecido a Ramón Portazgo, ganadero y rico  terrateniente, ahora fallecido, iba a levantar comentarios incendiarios.

Cuando el notario le informó de que su abuelo le había dejado en herencia su famosa  biblioteca, no le sorprendió. Él era el único de la familia que no se había dedicado a explotar ni vivir de las tierras sino que había tomado el derrotero de las letras y alcanzado reconocimiento más allá de las fronteras.

Para hacerse cargo de la herencia, Enrique  se había trasladado a la gran casona de campo de su abuelo. Los libros cubrían las cuatro paredes de la amplia habitación  y las baldas alcanzaban el techo.  Registrar  los libros y embalarlos por orden alfabético para ser transportados a su propia casa, había sido una labor ingente. Pero ahora estaba todo preparado para el traslado y poder disfrutar de la riqueza literaria heredada.

Tan solo le quedaban por repasar algunos cuadernos escritos a mano por su abuelo y otros papeles sueltos metidos en  sobres. Habían  aparecido en la última balda,  ocultos detrás de los libros,  despertando su curiosidad. Los tenía apartados  para leerlos antes de regresar a su ciudad.

Cenó frugalmente y retornó a la biblioteca, donde aún quedaban un par de sillones confortables y una buena lámpara de lectura. Abrió los cuadernos de su abuelo y se entretuvo leyendo lo que parecía un diario, escrito de forma aleatoria.

Algunas de las notas tomadas hacían referencia a fechas de nacimientos de los Portazgo: los bautizos, los padrinos. Otras remitían a  los matrimonios de sus hijos y nietos,  las fechas y lugar del fallecimiento de otros. Todo estaba descrito con brevedad y frialdad. Llamaba la atención especialmente la escueta  mención de Luisa Portazgo, Leticia Portazgo y Laura Portazgo, tías de Enrique  muertas  de muy niñas, en un corto periodo de tiempo. Una de las tragedias familiares a la que el abuelo no parecía dar importancia especial  en su diario y que sin embargo habían afectado profundamente a su abuela y tíos.

En contraste con la frialdad de los datos familiares, las notas que se referían a los animales de la granja, eran llamativas. Conocía a cada uno de los caballos, cerdos, bueyes, vacas, ovejas, gallinas  y perros y  las descripciones de ellos eran  prolijas y pormenorizadas .Los conocía por sus nombres, motes o apelativos. Narraba la operación realizada a uno de los caballos y los cuidados posteriores, en los que él mismo se había involucrado. Los bueyes eran descritos con cuidado, así como las vacas. Los perros – puras razas - habían sido tratados por los mejores veterinarios.

Por unos minutos se quedó cavilando  sobre este aspecto del carácter de su abuelo. De niño había echado de menos su felicitación por navidades o un regalo por su cumpleaños. Recordaba con tristeza  el desinterés que había demostrado ante su operación de apendicitis que estuvo en un tris de convertirse en una  perforación intestinal. Aún le dolían sus comentarios hirientes  a su primera novela   Con un profundo suspiro, sacudió la cabeza y continúo revisando los apuntes. 

El siguiente describía un Turmalicuero, aparato  de cocina que él había conocido de niño en casa de su abuelo  y que este describía cuidadosamente como un  aparato eléctrico de baja calidad, utilizado en las  cocinas de Zamora y Salamanca para convertir en polvo los cueros de animales. Con posteridad, meses después, con este polvo se sazonaba la carne de cerdo asada al horno de leña. Ahora entendió Enrique porque la carne de cerdo de casa de su abuelo siempre sabía tan bien.

Curioso, siguió leyendo más papeles. Le llamó la atención otra hoja en la que recogía un posterior descubrimiento: añadiendo a ese polvo tan sabroso, una chorretada de  jugo de adelfa, el efecto era letal.

--Bueno saberlo,  rió por lo  bajo.

Ramón Portazgo  continuaba detallando  como este efecto había sido experimentado en tres casos:
“L. P: mes de mayo del año 1. los efectos tardaron en aparecer: Le costaba respirar y a las pocas horas dejo de hacerlo.
L.P: mes  de diciembre del año 2. Su reacción fue distinta: sufrió convulsiones que duraron  un rato y la sufrió mucho hasta que murió.
L.P: mes de mayo del año 3. Era más fuerte y hubo que suministrarle una doble cantidad. El paro cardíaco acabó con ella.
Las tres están enterradas bajo el roble”.

Horrorizado, dejó de leer. No era posible que su abuelo fuera un criminal en serie. Era especial, con rasgos de crueldad, era cierto pero no  hasta estos extremos inimaginables. ¿Cómo se debía actuar en estos casos? ¿Tendría que hacer saber a las autoridades lo que había ocurrido? ¿Callarse?  Estaba abrumado por el problema de conciencia surgido de la lectura que había empezado como un entretenimiento y se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Nervioso, revolvió entre los papeles, buscando algo que  aclarara lo ocurrido. No encontró nada que tuviera relación con el polvo mezclado con jugo de adelfa. Ni los nombres o iniciales de sus tías volvieron a aparecer.

Continúo buscando frenéticamente entre todo aquel desorden de papeles.  Se  topó con varios folios sobre  la vaquería y su rendimiento. Parecía que en contraste con su conducta hacia su familia, el abuelo conocía cada una de las vacas  por sus nombres: La Morena La Clara, La  Moteada, La Alegre, La Pinta, La Patosa, La Pícara.

La  muerte de las tres últimas le había causado un gran dolor, así lo expresaba. Eran de una raza muy especial, habían resultado un negocio redondo y  habían vivido muchos años.

Decidió que a primera hora de la mañana, hablaría con él  capataz de la finca, y excavarían bajo el roble para comprobar si había restos de los cadáveres.

Se  levantó muy temprano y fue en busca del capataz; quería que le ayudara a cavar alrededor del roble. El hombre se extrañó ante su decisión.

--Quizás me meto donde no me toca, pero ¿podría decirme que es lo que estamos buscando?, le pregunto

Enrique se vio en la obligación de dar alguna explicación sin dejar ver sus sospechas.
--He leído que el abuelo enterró aquí  tres cosas que define como L.P. y tengo curiosidad por saber que es.

--Sí, yo le ayudé cuando lo hizo. Fueron sus vacas preferidas, La Pinta, La Patosa, La Pícara. Las quería mucho y sufría viéndoles sufrir, pasaba ratos largos haciéndoles compañía y prodigándoles toda suerte de cuidados. Cuando se murieron las enterró aquí.

De repente miró a Enrique a la cara  y preguntó con asombro:

--¿no habrá creído usted que se trataba de… otra cosa?