LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

sábado, 21 de abril de 2012

SEGUNDA PARTE DE "ALGUIEN TENÍA QUE HACERLO"




LAURO. ACUARELA DE PALOMA ROJAS


Transcurrieron  cinco, diez, quince, veinte, treinta  años, no se sabe exactamente. Durante todo este tiempo  habían ocurrido muchos y grandes   cambios en el pueblo. Varios de los vecinos habían muerto, otros lo habían abandonado buscando mejores perspectivas laborales  y económicas. Algunos se ausentaron sin dar muchas explicaciones y no regresaron nunca.  Pocos  visitaban  esporádicamente lo que habían sido sus orígenes.

Fue entonces  cuando un hombre joven desconocido hizo su aparición en el pueblo. Venía de ultramar y   dijo  estar interesado en conocer la vieja casa del Dubois. Había oído hablar de ella a su padre, Monsieur Poirier, ya difunto,  uno de los antiguos vecinos emigrados,  quién le había contado todo lo ocurrido en aquel caserío . Le  había hecho  prometer que algún día visitaría  el pueblo de Montpoisson, así como  la vieja casa del crimen. En su nostalgia por el viejo terruño,   la descripción minuciosa del pueblo y  del interior y exterior del  edificio , eran   frecuentes  evocaciones  en sus conversaciones de anciano. 

En el Ayuntamiento,   le facilitaron las llaves de la vieja casa de Dubois. Explicó como su padre, Monsieur Poirier, había  emigrado del pueblo hacía ya muchos años. Les contó de su muerte acaecida hacia algún tiempo, de su empeño en que  visitara y conociera la casa de Dubois, del que había sido amigo, del crimen ocurrido allá y sus consecuencias.  Los empleados más viejos recordaban a Poirier  pero  nadie quiso acompañarle. Y él se alegró de que no lo hicieran, prefería  hacerlo solo.

Con paso decidido  subió por la empinada cuesta, siguiendo las instrucciones de los empleados del Ayuntamiento.  A mitad de camino  giró sobre sus talones y contempló el valle a sus pies, como quien rescata un paisaje  de la niebla del olvido.  Al alcanzar la cima, donde aún se alzaba el viejo edificio,   reconoció la casa por las explicaciones que su padre le había proporcionado.

Antes de entrar, la rodeo con andar parsimonioso, observó los campos  circundantes, rodeó  el abeto que se erguía valiente a la izquierda del edificio, se separó unos pasos   para poder verlo en  perspectiva; observó  con satisfacción que la larga escalera de mano aún seguía  apoyada en la pared, alcanzando la ventana del segundo piso. 

Sentía curiosidad por ver el interior de  la vivienda.  La llave chirrió en la cerradura. Tuvo  que empujar con fuerza la puerta de doble hoja para poder entrar. Se  dirigió a la ventana de la izquierda para abrir el postigo y dejar que entrara la luz del exterior. Le costó abrirla,  los años habían hinchado la madera y se resistía a ser abierta. Cuando lo consiguió asomó la cabeza y vio el abeto pegado a la pared, con la copa alcanzando el piso superior.

La casa rezumaba humedad, y olía a podrido. El polvo tapizaba  el suelo, las pareces, el techo.  Recorrió con la mirada el enorme zaguán que aún conservaba los muebles y algunos de los  pertrechos de labranza. Era como si la casa hubiera estado sumida en un largo sueño, sin que nadie hubiera tocado ninguno de los objetos. Reinaba el orden: las sillas alrededor de la mesa de la cocina, las ollas colgadas de las paredes. Algunos platos reposaban  en el escurridor. En la fresquera quedaban recipientes que en algún momento habían contenido alimentos, ahora evaporados o comidos por las ratas que habían hecho de la casa su guarida.

En  cuatro zancadas alcanzó   el segundo  piso, abrió la ventana que daba al abeto,  miró alrededor con calma, como quien contempla algo ya conocido, entreteniéndose en cada uno de los objetos que ocupaban la estancia. Paseó   su mirada inquisitiva por todos los rincones como quién busca algo que sabe debe estar por allá, hasta que   sus ojos tropezaron    con un palo largo y fuerte, medio oculto  entre los variados y viejos trastos dispersos por    la habitación. 

Sujetándolo con ambas manos se movió   alrededor  golpeando  el techo a lo largo y ancho de la habitación. Escuchó  con atención el sonido que producían los golpes  Al cabo de un rato comprobó con  satisfacción que uno de los ángulos del techo, sonaba  a hueco. Se asomó a  la ventana y  elevó hasta el piso la escalera de mano apoyada en la pared externa, la colocó junto al ángulo del techo   y empujó con toda su fuerza hacia arriba. Un cuadrante de madera cedió  y  crujió  sobre los goznes de uno de sus lados. Poco a poco empujó  la trampilla hasta vencer su resistencia; esta cayó  sobre un costado dejando espacio para que el joven,  apoyándose en los bordes del agujero abierto, se  impulsara  a si mismo hasta alcanzar  la buhardilla. 

Aquí no había  ventana alguna, todo era obscuridad. Echó  mano de unos fósforos que sacó del bolsillo de la chaqueta. Encendió un candil que encontró a tientas. Todo a su alrededor era   miseria, trapos sucios, ratas,  arcones de madera desvencijados, cortinas de  telarañas,  polvo acumulado. Ningún   resquicio   dejaba entrar la luz.  Se disponía a descender de nuevo   cuando sus ojos tropezaron con  una caja  de metal, ostentosamente colocada sobre uno de los arcones. Obedeciendo a un instinto inexplicable  cogió  la caja y se dispuso  a bajar por la escalera de mano al segundo piso, sosteniendo el candil con la otra   mano. 

Inesperadamente tropezó con  un bulto en el suelo que no había  visto antes. Lo empujó a un lado para poder acceder a la escalera. Una especie de pelota extraña rodó por el suelo. Acercó el candil y vio  que se trataba de una calavera envuelta en harapos. Con  espantó comprobó que  también estos cubrían    varios huesos. 
  
El  hallazgo de los restos humanos alteró sus nervios; bajó por las escaleras de mano  con paso inseguro. Su mente estaba   turbada, su pensamiento giraba  en remolinos. No  podía  pensar con coherencia. Un presentimiento impreciso  iba apoderándose de su mente. 
Siguió bajando el siguiente tramo de escaleras  hasta alcanzar  la planta baja. Tomó asiento en una de las sillas, depositó la caja de metal en la mesa. Clavó los ojos  en ella, sin ver. En su mente le martilleaba una pregunta: ¿Quién era  aquella calavera?

Poco a poco su respiración fue adquiriendo el ritmo normal, el corazón dejó de latir alocadamente.   Decidió abrir  la caja. La luz que entraba por la ventana no era suficiente y salió al exterior. Arrastró una de las sillas consigo y se sentó  delante de la casa, con el pueblo a sus pies en la lejanía. La  carta no estaba dirigida a nadie en particular, sino encabezada con un

 A quien encuentre esta carta.
Mi nombre es Poirier y soy vecino del pueblo de  Montpoisson. Espero que para cuando alguien encuentre esta carta yo esté muy lejos de aquí. Pero no quería desaparecer sin dejar constancia de los hechos que han ocurrido en este lugar. 
Mi amigo  Dujardin  y yo, teníamos constantes contenciosos con Chichiliane, en relación a terrenos que él reclamaba como suyos pero que habían pertenecido a nuestras respectivas familias desde que  nuestros bisabuelos podían recordar. Era un hombre avaricioso  y poco honrado que no tenía escrúpulos en hacerse con lo ajeno. 
Habíamos experimentado  que acudir a la justicia era   inútil, porque nunca había pruebas concluyentes  para poder confirmar  nuestro derecho sobre las tierras; algunas de las adquisiciones realizadas por nuestros antepasados se habían basado en la palabra dada, como era costumbre en aquellos tiempos. Teníamos  la seguridad moral de que nosotros  éramos  los dueños. Decidimos  darle una lección. 
En  una  siniestra noche anterior a la gran nevada, cuando el valle desapareció bajo las nueves amenazantes y  la casa de Dubois  quedaba oculta a los ojos del pueblo, mi amigo y yo  raptamos  a Chichiliane; lo amordazamos y atamos de pies y manos; para asegurarnos de que sus gritos ahogados no nos iban a delatar, lo emborrachamos a la fuerza. Eran las primeras horas de la madrugada. Con enorme  esfuerzo  cargamos  con el cuerpo por la ladera sur-  imposible  de ver desde el pueblo-    y las provisiones necesarias para una estancia prolongada en la casa de nuestro  amigo Dubois, sin que este se apercibiera del hecho. 
Conocíamos  su casa y sabíamos  que  nunca utilizaba la vieja buhardilla. Su vida transcurría en el piso bajo y  apenas hacía  uso del segundo piso.  Utilizamos    la escalera de mano hasta  alcanzar la ventana del segundo piso. Tiramos de Chichiliane subiéndolo por la escalera.   Luego entre los dos la alzamos hasta meterla en la casa.  Subidos en ella empujamos con esfuerzo  la trampilla, prácticamente invisible a ojos poco familiarizados con la casa de Dubois.  Era la entrada a la buhardilla  y los tres  nos introdujimos en ella. Nuestro plan era  intimidar  a Chichiliane hasta que este nos firmara una carta reconociendo que éramos dueños de las tierras en litigio. 
Pero no habíamos contado con la capacidad de resistencia de Chichiliane. No cedía a nuestras presiones y amenazas y no se avenía a firmar ningún papel que acreditara nuestro derecho a las correspondientes tierras. 
Yo tampoco había contado con la capacidad de crueldad de Dujardin Y un día me encontré con que en un arranque de furia ante  terquedad cerril de Chichilliane,  le había matado y  cediendo a su odio    había  manipulado el cadáver, vistiéndolo  de forma ridícula y grotesca, colocándole su sempiterna pipa en la boca que sujeto con   una especie de masa hecha  con pan y agua.  En  el silencio de la noche había descolgado el cadáver por la ventana del segundo piso, atándolo al abeto pegado a la pared.  Era un hombre de enorme fuerza física.  
Cuando supe  lo que había ocurrido, comprendí que estábamos en grave peligro. Escuchábamos en silencio los movimientos que Dubois estaba realizando descolgando  el cadáver, su marcha precipitada  al pueblo, la llegada de los gendarmes, las palabras del juez, los comentarios sobre las huellas en la nieve. 
Nos dimos cuenta de que nos habíamos atrapado a nosotros mismos y que no podíamos salir de allá hasta que ocurrieran dos hechos: que los gendarmes dejaran la casa libre y que la nieve hubiera desaparecido. Apenas teníamos víveres, ni agua, porque no habíamos contado con una  estancia tan prolongada. Solo cuando nos hubimos  asegurado  de que nadie rondaba la casa, bajamos a casa de Dubois y nos hicimos con algunos alimentos que nos ayudaron a sobrevivir.
Mientras esperábamos a que se dieran estas circunstancias,  la relación entre Dujardin  y yo, se hizo muy tensa. Yo le acusaba del crimen y de habernos colocado en una situación  límite  y él se defendía de forma incoherente buscando disculpas donde no las había. 
Hoy hemos llegamos a las manos. Él es mucho más fuerte que yo, pero menos ágil. He visto  que en su furia y terror, estaba dispuesto a acabar conmigo. He echado  mano del cuchillo de monte que siempre tengo  conmigo y se lo  he clavado varias veces en el vientre y el pecho. Quiero que quede constancia de que ha sido en defensa propia.
Firmado  Monsieur Poirier

El joven Poirier  se quedó paralizado. Las ideas corrían veloces por su mente, atropellándose  unas a las otras y sin acabar de concretarse. Empezaba a entender por qué  su padre tenía tanto interés en  que visitara la casa: quería  confesarle  lo que  no había sido capaz de contarle, quería   justificar su crimen. Las preguntas iban precipitándose, pero no encontraba respuesta a los muchos  interrogantes que le acosaban.
  
Poco a  poco en su mente se fue abriendo un plan. Hablaría solo del  descubrimiento del cadáver,  no mencionaría el hallazgo de la carta. Nadie conocía su existencia. Y su padre ya no vivía.

Absorbido por   el terremoto interior no se había dado cuenta de que   la tarde iba cayendo y empezaba  a obscurecer. Como un autómata  se levantó de la silla, la guardó en la cocina. Sacó  la carta de la caja que dejó junto a la silla y la guardó   en el bolsillo del pantalón. 

Descendió lentamente   colina abajo  y se dirigió al Ayuntamiento; con gran nerviosismo contó el descubrimiento de los restos humanos hallados en la buhardilla. Uno  de los empleados  le acompañó a la gendarmería. Volvió a explicar quien era,  el motivo de su visita, el empeño de su padre, ya fallecido, de que visitará sus raíces.  La policía recordaba el crimen y el proceso de Dubois. Todos los datos de Chichiliane y Dubois  estaban archivados. Algunos recordaban que  en fechas anteriores y posteriores  a aquel suceso que había revolucionado la vida del  pueblo, algunos vecinos habían emigrado, entre ellos Poirier y otro alto y fuerte, Dujardin de nombre, creían recordar.

 “La marcha de ambos causo algo de sorpresa en el pueblo, ya sabe, vecinos  de toda la vida, pero la vida aquí no era fácil, era jóvenes y buscaban otros horizontes.”, comentó   uno  de los actuales gendarmes,  casi un niño, en   la época   del crimen.    "Recuerdo    a su padre.  Un hombre bajo y muy moreno. Usted no se parece mucho a él, si quiere que le diga la verdad.  Si no me hubiera dicho usted que es hijo de Poirier, hubiera pensado que era hijo de  Dujardin”
“Muchas gracias por la información que nos ha dado. Avisaremos al Juez ahora mismo y   nos haremos cargo de los restos encontrados. Curioso, no teníamos aviso de nadie que hubiera desaparecido, aunque parece, por lo que cuenta, que es cosa que ha ocurrido hace algún  tiempo. Díganos donde se  hospeda por si el Juez necesita su colaboración. Puro formalismo, ya sabe, pero hay que cumplir la ley.”

NADIE DEBE SABERLO, pensó el joven Poirier. PERO  YO NO PUEDO  OLVIDARLO.