LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

sábado, 18 de mayo de 2013


LAS CARTAS QUE NUNCA EXISTIERON
Segunda parte


Ana les acompañó hasta  la puerta, sonriendo. Volvió al cuarto de estar, se asomó a la ventana y agitó su mano en señal de adiós.  Cuando  vio que el coche torcía la calle y desaparecía de su vista, su expresión cambió; fue a su habitación y sacó del fondo del cajón de una mesa de despacho un sobre dirigido a ella y otro dirigido a Luis y Pedro. Le temblaban las manos. Se quedó  de pie en mitad de la habitación.  Miró a su  alrededor. Buscaba  algo. Después de unos segundos de indecisión cruzó la puerta  con los sobres en la mano, llegó al salón  y lo metió en el último cajón del buró de Alfredo.  Luego se sentó tensa en una de las butacas.
Lo pensó mejor y se dirigió a la cocina, puso agua en un cazo y lo acercó al fuego, cogió el bote del té, esperó un rato a que herviera el agua  pero cambió de opinión, apagó el fuego  y volvió a dirigirse al salón. Miró por la ventana: el sol había brillado hasta entonces pero ahora parecía que amenazaba tormenta. 
Volvió  a sentarse en una butaca. La  enfermedad mortal de su madre, las largas conversaciones que mantuvieron durante los años que logró sobrevivir, cruzaban su cerebro en un torbellino imparable. Podía escuchar su voz trémula el día que le confesó quien era su padre, cómo había decidido casarse con  Alfredo, y  cuánto se amaban. Recordaba nítidamente como le había encarecido que ella  lo quisiera también con todo su corazón:”Es  muy bueno y te quiere muchísimo”, le dijo. Ana aún podía escuchar los latidos de su propio corazón conmocionado, mientras la habitación daba vueltas a su alrededor. Su madre le  rogó que no hablara de esto con Luis y Pedro. Era algo entre Alfredo y ellas. 
Y así  lo había hecho.
Días antes de morir le confió una carta con un ruego.
Prométeme que  no la  abrirás hasta que  Alfredo haya muerto.
Había cumplido su promesa. Ahora tan solo quedaba esperar a que sus dos hermanos volvieran del notario. 
Tuvo que esperar otras dos horas hasta que oyó la puerta del ascensor y la llave girando en la cerradura. Se acercó a la ventana, miró a la calle sin ver; su cuerpo estaba tensó, la respiración contenida. Oyó los pasos de sus hermanos que se acercaban al salón. Todo era silencio. Lentamente giró sobre si misma hasta tener a los dos hombres frente a ella. Esperó.  La voz de Luis atravesó el aire como un dardo
¿Desde cuándo lo sabes tú?
Los ojos de Ana estaban llenos de lágrimas.
Antes de morir  mi madre me confesó que  vuestro padre, era mi padre también. 
¿Por qué nos lo ocultaste?, su voz era dura y fría.
Me pidió que no os lo dijera. 
¿Sabías que te había reconocido como hija y te hacía heredera de su fortuna junto con nosotros?, volvió a preguntar con rabia.
Me acabo de enterar. Mi madre me dejó una carta con la promesa de no abrirla hasta la muerte de m… vuestro padre. Lo he hecho.  Y me he enterado. 
Quizás también sepas mejor que nosotros la historia de tus padres. Su ironía era hiriente.
Creí que papá os la habría contado. Ahora se  había atrevido a mencionar al padre común.
Luis giró sobre sus talones y buscó a tientas un asiento. Ana volvió ligeramente la cabeza hacia Pedro, buscando apoyo, comprensión. Sus ojos le miraban con cariño. 
No seas bruto Luis, medió. Los tres sufrimos las  consecuencias de algún error. 
Ana respiró hondo. Casi se ahogaba y no podía hablar con continuidad:
Nuestro padre tenía 20 años  y mi madre 18 cuando nací. Papá no se quiso responsabilizar de mí, abandonó a mi madre. Yo no sabía nada de eso, solo sabía que no tenía padre y siempre pensé que se había muerto. Mi madre se refugió en su familia  y   desapareció de la vida de papá. Mientras tanto se labró un porvenir sólido en la empresa de su familia. Cuando murieron sus padres, ella heredó todo el negocio. Mi apellido es el de mi madre.  Por lo que yo sé, papá tenía 28 años cuando  se casó con vuestra madre, que tenía 24. Seis años más tarde moría dejándoos a vosotros con 5 y 3 años.   
Y entonces, se dedicó a cazar a papá otra vez, por lo que veo. El tono y la voz de Luis eran insultantes. Giró la cabeza hacía la puerta con ademán despreciativo. 
Mamá permaneció soltera hasta que se volvió a encontrar con nuestro padre 24 años más tarde. Nunca persiguió a nadie. Su voz era firme.
Ana alzó los ojos hacía Pedro, implorante. Con un leve gesto, le indicó el último cajón del buró. No podía seguir hablando y ahogando un gemido salió  corriendo del salón. 
Los dos hermanos se quedaron solos. Luis se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación, como un león enjaulado. Pedro se acercó al buró y  aprovechando un momento en  que su hermano estaba de espaldas sacó  los dos sobres del cajón. Con un gesto rápido los deslizó en el bolsillo interno de su chaqueta. Entonces se encaró con su hermano. 
No es esa la manera de tratar a Ana. Si alguien ha obrado mal, ha sido nuestro padre, que nunca nos dijo nada en vida. Ha sido el notario quien nos ha tenido que revelar que había reconocido a Ana como hija y nos hacía a los tres herederos por igual. Nunca sabremos porqué  se calló. Quizás era más cobarde de lo que parecía. Quizás esperaba hacerlo en el último momento. Quizás le daba vergüenza. Yo que sé. Pero Mercedes siempre se portó como una madre con nosotros. 
Excepto que le dejó todo su dinero a su hija, replicó Luis con rabia. 
Jurídicamente no tenía ninguna obligación con nosotros. Y económicamente, su hija era la que quedaba más desamparada, replico Pedro con ardor.
¿Quién te dice que ella no conocía el testamento?
Luis había sido siempre un buen hermano pero algo le había hecho reaccionar de forma distinta en esta ocasión. Dejó el salón precipitadamente. 
Con grandes zancadas fue pasillo adelante en busca de Ana. La encontró en su habitación, llorando, sentada encima de la cama. 
Se dirigió a ella con voz dura y crispada.
Perdona Ana, pero no lo entiendo. No entiendo porque nuestro padre te iguala a nosotros. Lo que hizo tu madre, me pareció muy justo, en su momento. Pero esta decisión de papá no la entiendo, no me cabe en la cabeza, sobre todo cuando papá sabía las circunstancias económicas por las que yo estoy pasando con mi empresa. Pedro no tiene dificultades de momento pero yo necesito lo que me corresponde. Y no es ambición sino una necesidad perentoria. 
En la soledad del salón Pedro, encendió la luz, sacó las dos cartas del bolsillo interior de su chaqueta y las  comenzó a leer. Su expresión iba cambiando según avanzaba en la lectura. Las volvió a leer, esta vez por orden de fechas. Salió precipitadamente, en busca de sus hermanos,  orientado por la voz de Luis que continuaba hablando presa de un nerviosismo incontrolado. Llegó a oír sus últimas palabras cuando entraba en la habitación.
Se aproximó suavemente a  su hermano y le entregó las dos cartas:
Léelas y lo entenderás todo, dijo con voz pausada, primero la de Mercedes y luego la otra.
Luis le miró con impaciente sorpresa
¿Qué es esto?
Léelas y lo entenderás todo, volvió a repetir Pedro.
Luego se volvió a Ana y le preguntó: ¿Cuándo has leído la carta de tu madre?
Después de que papá muriera, anteayer.
¿Y cuándo escribiste la nuestra? Volvió a preguntar
Inmediatamente después. 
Y ¿tú renuncias a tu parte porque tu madre te lo indica en la carta o libremente?
Lo hago con toda libertad, Ana estaba serena y segura.
Luis tenía la mirada fija en la última carta y su expresión era indescifrable. Su hermano se  dirigió a él: 
Esta es mi propuesta. Rompamos las dos cartas. La de Mercedes corresponde a la intimidad de su vida y de nuestro padre. La segunda, yo no la admito
Luego se volvió hacia Ana:
Eres tan hija de papá como nosotros dos y no tienes por qué renunciar. Incluso me parece que renunciar es contrariar la voluntad de nuestro padre,  porque durante muchos años no se hizo cargo de ti y te lo debe.
Se acercó a su hermano, puso una mano en su hombro y serenamente añadió:
De momento, yo podré echarte una mano en lo que necesites. Creo que puedes confiar en nosotros dos.

martes, 14 de mayo de 2013


LAS CARTAS QUE NUNCA EXISTIERON

Primera parte
Conferencia en la noche. Hopper


Todo había acabado. Alfredo descansaba  ya en el panteón de la familia junto a las dos mujeres de su vida: Rosario, la madre de Luis y Pedro y Mercedes la madre de Ana. Poco a poco, entre abrazos sinceros y pésames rutinarios,  se disolvió el numeroso grupo de amigos y parientes que les habían acompañado en el entierro. Alfredo siempre se había hecho querer.
Luis y Pedro junto con sus familias se dirigieron a sus respectivos coches. Un par de sobrinos quisieron  acompañar a  Ana, en el suyo. Pusieron rumbo a la casa paterna. Ana había insistido en que comieran todos juntos, antes de que  las familias de Luis y Pedro regresaran a sus hogares. Los tres hermanos habían acordado  quedarse juntos un par de días  para acometer  cuanto antes los trámites legales  que siguen a una muerte.
Reinaba un ambiente sereno, ese que suele existir ante muertes esperadas. Una  corriente de cordialidad y cariño  impregnaba el ambiente. La comida transcurría entre recuerdos de los abuelos  y anécdotas de su niñez en un empeño tácito de empeñarse por soldar la cadena, rota por el eslabón perdido tras la muerte del abuelo.   
Acordaron que después de tomar el café con tranquilidad y descansar un poco, los mayores recorrieran la casa, indicando aquellos muebles u objetos  que mejor se avenían a las necesidades de sus propios hogares. Cuando la firma tasadora organizara  los distintos lotes, podría tener en cuenta las preferencias y evitar así  engorrosos  cambios posteriores.  Los dos hombres señalaron inmediatamente un par de objetos que tenían relación directa con su padre  y delegaron en sus mujeres el resto. Una  de las cuñadas eligió una  vajilla de Limoges, y  la otra un juego de té de porcelana  Wedgewood.  Ana apuntó su preferencia por muebles que su madre había aportado a la casa cuando se casó con Alberto. El resto lo dejaron  en manos de los tasadores.
Todo parecía ya  acordado, cuando  Ana tuvo una súbita idea:
--Es posible que a los nietos les guste tener algo de su abuelo. Algo que les sirva de recuerdo para toda su vida. Tenían una relación muy especial con él.
Los dos hermanos se sintieron secretamente  orgullosos cuando comprobaron que  los recuerdos fueron elegidos  en clave  afectiva: aquellas  cosas que les hablaban de su abuelo: la vieja  pipa junto a la sempiterna bolsa de tabaco , el libro de poemas de  su autor preferido, el  título de  Arquitecto Naval, de la universidad de Durham, sencillamente enmarcado, la foto de boda con la abuela Rosario, la colección de Salgari, la lupa que Alfredo  utilizaba en los últimos años, unos de pañuelos de nariz con las iniciales:AM. Estaban afectados por la muerte de su abuelo. Eran aún muy niños cuando Mercedes murió y no se habían hecho cargo de lo que la muerte supone. Ahora eran conscientes del significado de permanente ausencia. No volverían a oír la voz del abuelo, ni oírle  contar las anécdotas de su vida como estudiante en Inglaterra. Ni su risa contagiosa y cordial. Ni sus gestos característicos que tanto les divertían e intentaban imitar: la ceja levantada como signo de interrogación, aquel mirarles por encima de las gafas.
--Creo que ya es hora de irnos, sugirió la mujer de Pedro. Habrá  mucho tráfico y tenemos un buen trecho que recorrer. Llegaremos para la cena. Vosotros tres estáis cansados. Han  sido días muy duros.
Ana se despidió de las dos cuñadas  y sus hijos con un fuerte abrazo. Los  dos hermanos acompañaron a sus familias hasta los coches, mientras Ana terminaba de preparar la cena. Había elegido  los platos preferidos de Luis y Pedro. Contempló por un momento la  mesa preparada siguiendo la tradición familiar: sencillez y pequeños detalles, que tanto le habían gustado a Alfredo. El mantel impecablemente  planchado, combinando con la vajilla. Las servilletas dobladas de modo que se vieran las iniciales. Los cubiertos  ordenados a los lados de los platos. El ritual acostumbrado.
Pedro fue el primero en captar la recreación del antiguo ambiente familiar:
--No te has olvidado de nada, veo que hasta has sacado los antiguos servilleteros de la infancia. Ya ni me acordaba de sus existencia: aquí están mis iniciales: PM.
--El mío LM sigue abollado, como el día que te lo estampé en  la cabeza porque me habías dado un patada por debajo de la mesa. Papá se enfadó de verdad, no soportaba las malas formas.
--Tenéis que reconocer que erais un poco salvajes. Cuando mamá y yo vinimos a vivir aquí después de su  boda, yo os contemplaba con terror. Corríais por los pasillos como si fuerais miuras  y yo tenía que pegarme a la pared para no  morir aplastada.
--Pronto aprendiste a torearnos, porque al cabo de un par de años, hasta te abríamos la puerta para que pasaras tu primero.
      --Sí, Luis pero  después de cada  detalle versallesco, venía una petición.
      --¿Cómo qué? 
      --Pedirme la moto y luego, más adelante, el coche para salir por la noche, por ejemplo.
   --Lo mejor eran las reacciones de papá ante las peticiones de salidas nocturnas”me lo pensaré” decía muy serio, mirando por encima del periódico. En realidad, quería decir: “se lo preguntaré a Mercedes”. Pedro se rió recordándolo
     --Ahora lo veo con otros ojos claro, pero no se me olvida como le juzgaba de ridículo, cuando veía lo enamorado que estaba de Mercedes. No podía soportar ver que fueran de la mano, o les cazara besándose o mirándose embelesados. Con mis quince años, me parecía cómico, inadecuado.
     --Tenía  la misma edad que tú tienes ahora, Luis, más o menos.
     --¿Me verán así de ridículo mis hijos?
     -- No creo, eres bastante menos cariñoso que tu padre. Ana le miró irónica- te ocultas detrás de la máscara de la seriedad.
      Se callaron los tres, absorbidos por sus propios recuerdos. El silencio fue roto por Ana:
     -- Es duro hacerse a la idea ¿verdad? Me refiero a la idea de su ausencia, de la ausencia de ambos. Recuerdo que cuando murió mi madre, me sorprendió que vuestro padre, a la vuelta del funeral, no se sentara en su sillón habitual sino que lo hizo en el que normalmente se sentaba mi madre. Y desde entonces siempre lo hizo así. No sé por qué, juzgué  este hecho como una falta de sensibilidad. Después de algún tiempo tuve el valor de preguntárselo y su respuesta me emocionó: “porque así no veo su asiento vacío”.
     --Mañana nos espera un día intenso.  Por cierto Pedro, hay que llamar al notario, para acabar cuanto antes con todos los fastidiosos trámites que siempre duran más de lo que se espera. Es algo tarde pero no creo que le importe, es muy amigo de papá.
Pedro se dirigió al cuarto de estar para hacer la llamada. A los pocos minutos estaba de vuelta. Confirmó que les recibiría al día siguiente a última hora de la mañana, una vez que hubiera terminado con sus anteriores citas.
--Es bueno tener amigos notarios, afirmó Luis. Facilitan los trámites. Ya sabes, conocen los entresijos de la burocracia. Me alegró que nos reciba a última hora, así tendremos tiempo de echar una mirada a los papeles de papá por si hay algo que le pudiera interesar al notario. Luis siempre cogía el mando.
A la mañana siguiente, después del desayuno, mientras Ana se ocupaba de las cosas de la casa, los dos hermanos, revisaron los papeles del buró de su padre. No encontraron nada relevante,  Se acordaron de la caja fuerte empotrada en la pared. Recordaban la clave con claridad. Su padre se la había dado hacía ya tiempo. Al abrirla vieron, entre otras cosas,  las joyas de su madre y de Mercedes. 
--Ana, ven un momento por favor. Luis levantó la voz para que le pudiera oír. Es sobre las joyas de tu madre.
Se oyó un ruido de platos rotos.
--¿Algún accidente?  Preguntó Luis.
--Se me ha resbalado una bandeja con varias tazas. Son fáciles de reponer. La voz de Ana parecía algo alterada. Dejarlas ahí de momento. Ya habrá tiempo de sacarlas. ¿Habéis encontrado algo que os interese?, pregunto desde la cocina.
Pero los dos hombres no prestaron demasiada atención. Se habían topado con los álbumes de viejas fotografías colocados en la biblioteca del salón. Ana había terminado con los preparativos de la comida y se unió a ellos.
--Tú y yo, Pedro,  nos parecíamos mucho a mamá. La reconozco siempre en todas las fotografías, pero si me preguntas como era no sabría describir sus facciones.
--Sin embargo Ana ha sacado poco parecido  a su madre.
-- No habéis sacado ningún parecido a vuestro padre, terció Ana, irónica. Una lástima, porque era bien guapo.
--Tampoco el tuyo debía ser muy feo, porque es cierto que te pareces a tu madre, pero eres más guapa que ella.
--Mira esta foto de papá y mamá el día de su boda. Rieron los dos hermanos viendo a su padre, con la  ceja levantada como un signo de interrogación.
--Aquí hay otra de la boda de nuestro padre y tu madre, Ana. La verdad es que estaba estupenda a sus 42 años. Pedro se volvió hacia ella con cariño. Tiene que ser duró no haber conocido a tu padre.
-- Sí, lo fue. Pasar años sin padre es duro, pero cuando mamá se casó con vuestro padre, es como si Dios me hubiera compensado por los años de orfandad.
--Cuando murió mamá nosotros éramos demasiado pequeños para darnos cuenta de lo que estaba pasando. Yo  recordaba a mamá, y la echaba de menos,-  dijo Luis,- cinco  años son muy pocos años, pero cuando papá nos dijo, que se casaba con tu madre  me gustó la idea de tener una hermana de 24. Desde mis quince años me parecías muy mayor.
El resto de la mañana pasó rápida, entre recuerdos y lágrimas disimuladas. Una llamada desde la notaría les anunció que podían acercarse en media hora. Los dos hermanos se despidieron.
--Volveremos en cuanto terminemos, así te contamos lo que nos diga el notario,dijeron

domingo, 5 de mayo de 2013


A MI MADRE



 

 Supongo que mi madre me dio muchos abrazos durante su vida pero hay uno que no he olvidado nunca. 
Volvíamos de alguna excursión o viaje largo. Estábamos  en algún medio de transporte que no recuerdo con exactitud. Debía ser un tren. Yo era pequeña y estaba cansada. Le dije bajito que tenía sueño. Ella tenía un corazón de oro pero  no quería educar una hija blanda y mimosa. Esta vez, ante mi sorpresa, me cogió en su regazo y me apoyó contra su pecho. Todavía recuerdo la confortable sensación de sus brazos apretando con suavidad  mi pequeño cuerpo,   lo bien que dormí y como  descansé. 
Setenta años más tarde aún recuerdo nitidamente lo querida que me sentí.