Mr. Spitz era un hombre de mediana edad, enjuto, pelo canoso que dejaba ver que había sido oscuro, cara larga, y estrecha, nariz prominente pero afilada, ojos pequeños y observadores.
No sabía nada de su vida excepto que era muy buen trabajador y muy honrado: un hombre silencioso y reservado, algo peculiar y poco comunicativo, pero respetuoso y muy buen profesional.
Cada mañana llegaba a su trabajo con puntualidad germana, discretamente se dirigía al armario de las herramientas, sacaba sus utensilios de labor y sin intercambiar palabra alguna, se ponía manos a la obra. Cuando tropezaba con él, le saludaba amablemente por su nombre y procuraba hacer algún pequeño comentario laudatorio sobre el estado de las flores y el diseño del jardín que estaba llevando a cabo; respondía sucintamente con unos "Buenos días", escuetos y "gracias Madam " sin interrumpir su faena.
Cuidaba el jardín fiel y silenciosamente. En primavera rebosaba de rosas. Bellas rosas de diversas variedades, nuevas creaciones que él conseguía combinando distintos injertos. En primavera un olor embriagador se infiltraba hacia el interior de la casa, logrando que la vida pareciera bella y merecedora de vivirse, incluso en los difíciles años de la postguerra.
Lo que más me llamaba la atención de Mr. Spitz era su mirada; inteligente, desconfiada, observadora y algo burlona, como si en el fondo de su ser contemplara a los demás desde la perspectiva de un experimentado conocimiento del ser humano, de reserva, de distancia.
El caluroso día de verano que se remangó su sempiterna camiseta de manga larga, todo quedó explicado. Su brazo derecho estaba marcado con un número: su número de prisionero de Auswitch.
Ante este descubrimiento quedé profundamente conmocionada: había oído hablar de esos tremendos hechos pero nunca había conocido a nadie que hubiera pasado por esa trágica experiencia.
Reuniendo todas mis fuerzas, en uno de los días de la siguiente primavera que paseaba por el jardín para contemplar con placer el florecimiento de las nuevas rosas, me atreví a preguntarle sobre sus conocimientos del arte de la horticultura. Y aproveché la ocasión para, de manera torpe y poco natural pero que me salía del corazón, decirle lo mucho que lamentaba su terrible experiencia, de la que en parte me sentía culpable, como todo ser humano contemporáneo de esos hechos.
De forma inesperada, y como quién realiza un gran esfuerzo físico y emocional, me contó la siguiente historia.
"Nunca antes he confiado a nadie lo que le voy a contar pero hay algo, en su persona, que me inspira hacerlo; quizás sea que presiento en usted una actitud, una predisposición, a entender el respeto debido a los seres humanos, lo que supone la humillación del desprecio irracional, lo que es el dolor de una traición.
Nací en un pequeño pueblo de Austria, mi familia era la única familia judía del lugar. Habíamos vivido allá por generaciones. Mi padre se había dedicado a la jardinería pero tenía ambiciosos proyectos para mí, su único hijo, y con gran esfuerzo de su parte había conseguido que entrara en la universidad de Viena y estudiara medicina, dedicándome a la especialidad de Psiquiatría.
Uno de mis compañeros de curso era un chico inglés. Los estudios y el hecho de que a ambos nos gustara la jardinería hicieron que fuéramos buenos amigos, aunque rivales como estudiantes. Existía una corriente de confianza entre ambos. Su perfectísimo alemán, combinado con un defectuoso acento, invitaba a la risa. Acento que yo imitaba burlonamente. Una vez acabada la carrera yo me establecí en Viena y alcance cierta fama y reconocimiento de ámbito nacional.
Mi amigo inglés, Mounthorn, se había establecido en Londres donde era considerado el psiquiatra de moda. Manteníamos una relación fluida y nos intercambiábamos experiencias profesionales. Incluso llegamos a encontrarnos en varios congresos de Psiquiatría que tuvieron lugar en distintas capitales de Europa.
Pero después de la anexión nazi de Austria perdimos todo contacto. Yo fui arrestado por las SS y después de un simulacro de juicio por traición a la patria fui enviado a Auswitch. Por lo visto un tal Hornberg- apellido muy común en mi país - me había acusado ante las autoridades de ser judío, conducta antinazi y conspirar contra el régimen.
Cuando el tren en el que nos trasladaban llegó a su destino, nos empujaron como ganado a una especie de campo de futbol situado delante de los barracones, donde al cabo de unas horas se presentó el Comandante Hornberg, Jefe encargado del campo. No recuerdo lo que dijo, porque mis ojos no podían apartarse de él; reconocía la voz, los gestos, las expresiones de mi amigo Mounthorn. Lo único que había cambiado era su acento alemán, que ahora era perfecto.
No quiero extenderme sobre recuerdos imborrables de una vida sumida en el terror, en la incertidumbre sobre cuando llegaría el día en que fuera enviado a la cámara de gas. Hornberg nunca dio señales de reconocerme. Y yo tampoco hice nada por un posible acercamiento. Había demasiado odio en su mirada y en su actitud altanera, fría y dominante.
Inesperadamente, recibí la orden de ir a trabajar su jardín y plantar rosas alrededor de la casa, de manera que el Comandante estuviera rodeado de belleza que impidiera la visión de los miserables barracones y le ocultara a su vez de cualquier posible mirada curiosa desde el exterior. Buscaba absoluta privacidad y se blindaba contra la miseria y horror que le rodeaba. Tuve que esforzarme mucho para hacerme imprescindible, creando nuevas especies de rosas - la flor preferida de Hornberg - pues de ello dependía el retraso de mi ejecución y mi supervivencia en aquel infierno. Era una forma de dar oportunidades a que pudiera ocurrir algún cambio en la trayectoria de la guerra.
El cambio llegó cuando el Comandante Hepworth-Taylor, nos liberó. Todos los soldados de las SS del campo fueron hechos prisioneros. Me contaron que a su padre le había asombrado que en medio de toda aquella miseria deshumanizada, existiera un jardín en el que todo era belleza. Le dijeron que yo era el autor, aunque mi profesión era la medicina. Era un hombre afable y muy humano y sobretodo un ser compasivo y justo. Durante alguna de las conversaciones que mantuvimos, comentó en tono cordial y cierto asomo de humor que si alguna vez iba a Inglaterra, y no tenía otro trabajo, no dejara de ponerme en contacto con él pues iba a necesitar un jardinero.
Después de nuestra liberación pasamos por distintos trámites de cuidados médicos, reubicación territorial, traslados a otros países; yo acabé en Inglaterra. No me sentía capaz de reanudar mi carrera médica, así que efectivamente me puse en contacto con su padre y aquí estoy. Por lo menos ahora tengo seguridad y la belleza de las rosas da paz a mi espíritu."
Mis ojos no se podían apartar de Mr. Spitz. Temblaba de manera violenta, incapaz de dominarme.
--Sabe cuál es mi nombre de casada, Dr. Spitz. ?
Negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.
--Mounthorn, confirmé en un susurro. ¿Sabe por qué nos traicionó a ambos?"
--Sacudió la cabeza.
--Se lo contaré: Durante la guerra existió en Inglaterra un grupo de hombres que, considerando que el Comunismo era una peor amenaza que el Nazismo, decidieron apoyar a éste, ser una quinta columna dentro del país. Mi marido era uno de ellos. Yo lo ignoraba, sus encuentros eran discretos y disfrazados de reuniones de caza del zorro, invitaciones de fines de semana a las distintas casa de campo de sus componentes, de actividades culturales y sociales a las que yo también acudía, absolutamente ignorante de lo que allá se tramaba: la invasión de Inglaterra.
--Cuando el complot fue descubierto, Mr. Mounthorn huyó a Austria, tradujo su nombre y se alistó en las SS. Al final de la guerra me fue comunicado que había sido condenado a muerte y ejecutado por traidor a Inglaterra además de por sus crímenes contra la humanidad.
--Pero lo que nadie supo nunca fue que Hornberg era su verdadero nombre, me respondió el Dr. Spitz. . Me lo contó cuando ambos estudiábamos en Viena. Cuatro generaciones atrás su familia se había trasladado a Inglaterra por razones profesionales y habían traducido su apellido al inglés. Su origen judío le causaba vergüenza y lo ocultaba. Lo que nunca pude imaginar es que esa humillación fuera convirtiéndose en odio hacia sus congéneres, como un sistema de autodefensa de su propia autoestima.
--¿Por qué no le acusó a alguien en el campo de concentración?, pregunté.
--Para mi ser judío no es un delito y acusarle hubiera supuesto aceptar que lo es y por lo tanto condenarme a mí mismo. Nos hubiera conducido a ambos a una muerte segura y nada hubiera cambiado.
--Sonrió levemente y añadió: ni mi orgullo ni mi conciencia me lo permitían.