LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

viernes, 11 de junio de 2010

VARICIONES

LAS OLAS, EL FUEGO Y EL ROSTRO DE UN NIÑO


Desde mi ventana o desde Punta Galea, me gusta contemplar el mar, este viejo mar de mi vieja tierra, a veces furioso, a veces gallardo, en ocasiones suave pero nunca cobarde. Las olas que lamen la arena de las playas al pie del acantilado, son siempre olas pero nunca iguales. El mar compone constantes variantes del eterno movimiento: es artista, creador y su obra jamas se repite. Cada golpe de mar que la marea lanza a la arena y contra las rocas tiene una fuerza propia que estalla de forma diversa: a veces amenazante, otras acariciadora, en ocasiones juguetona. Plácida y reposada en los días de buena mar.
Durante los días de tormenta o de mar de fondo y en las mareas vivas de septiembre, la debilidad del hombre se hace evidente, su incapacidad de dominar la inmensa fuerza del mar se pone de manifiesto. Sentirse arrastrada por aguas indomables, da la medida de la precariedad del ser humano.



Contemplar la chimenea encendida tiene un efecto hechizante. El fuego prende la mirada, y los pensamientos se enredan en las llamas, en su continuo variar de forma y dirección: están vivas, tienen voluntad propia.
El fuego proporciona calor pero también terror, es incontrolable y caprichoso, Infunde respeto a la vez que fascina y enamora.



Mi caprichosa imaginación ve estos dos elementos combinados en el rostro de un niño de pocos meses, en su mirada sin trastienda; incapaz de mantener la misma expresión por mucho tiempo, va de la risa, al desconcierto, pasando por un puchero que precede al llanto y acaba desembocando en una inesperada, desdentada y encantadora sonrisa. La única boca sin dientes que no produce desagrado.



La diferencia con el mar y el fuego es que un niño no produce ni respeto ni temor, sino que convoca la ternura, los deseos de protección.
El mar, el fuego y un niño. Los tres tienen algo en común: son únicos, genuinos, irrepetibles.