La Fuente del parque de Doña Casilda |
Esta vez iba a ser distinto. La reunión habitual con la mayor de sus primas, normalmente llena de las últimas noticias familiares, iba a ser más difícil. No sabía como enfocar el tema pero se lo tenía que decir. El tiempo corría en su contra; no quería retrasos por cobardía.
En esta ocasión se había citado con ella en la Cafetería Toledo, no en la de su juventud, sita Gran Vía abajo, sino en la de los jubilados y supervivientes. Algo le había impulsado a cambiar de lugar de encuentro. Quizás, inconscientemente, quería dar un recorrido por a su vida. Esa vida que había dado por supuesta, en la quedaban tantos proyectos aún no llevados a cabo.
-“Cuando aún estaba mirando expectantes al futuro y haciendo planes de largo alcance, me sorprenden con el anuncio de la fecha de caducidad -pensó. Fue ayer cuando me casé, tuvimos hijos, luchamos por su porvenir y felicidad. Los he visto crecer, triunfar, fracasar, casarse, tener hijos, he experimentado la felicidad de abrazar a los hijos de mis hijos. He visto partir a mi marido.”
Decidió bajarse del metro en la Estación de Indauchu y caminar hasta la Gran Vía, antes Prolongación. María Díaz de Haro era ahora una calle populosa y comercial. Miró con mezcla de nostalgia y humor al edificio del colegio de los Jesuitas, donde tantas veces había presenciado las fiestas deportivas, más por ver a los chicos de su edad realizando proezas físicas, que por el deporte en sí. Lo que en sus tiempos había sido un patio de recreo amplio y despejado, estaba ahora ocupado por nuevos edificios de muy distintos estilo arquitectónico. Recordó que más abajo, a la izquierda, cerca del edificio del Igualatorio, había vivido de niña quien luego fue su cuñada. Torció a la derecha y recordó la antigua finca de Estraunza, con la casona oculta detrás de los frondosos árboles que la rodeaban. Todo había desaparecido ahora, tragado por los nuevos bloques de casas, conocidas también como Las casas de Estraunza.
En la cera opuesta de la Prolongación, seguía erguiéndose orgulloso en su belleza arquitectónica, el edificio donde dos de sus amigas ya muertas, habían vivido: Pepa, inolvidable compañera de juegos, con la que había pasado tardes enteras, inventado vidas ajenas con muñecas de papel. Y Tere, desaparecida cuando - aún seguía pensando lo mismo - la muerte había adelantado la fecha por equivocación.
Cruzó la calle y se encontró en el Parque de Doña Casilda, junto a la Cafetería Toledo. La mayor parte de su niñez había transcurrido trenzada con ese parque paradigmático. Ahora, a su derecha, se elevaba un edificio de varios pisos, donde antes solo existía un solar inmenso y tenebroso, en el que desaparecían todas las pelotas de sus juegos infantiles, engullidas por terribles ratas, según la leyenda urbana.
Su prima no había llegado todavía, así que se internó en el parque: un universo nuevo y desconocido para ella. No en vano habían pasado más de 65 años.
Ya no existía El Cuadrado, un jardín independiente, llamado así por su forma geométrica. Recordaba con precisión su diseño original: en el centro del mismo, se erguía orgullosa una palmera gigante a la que rodeaba un amplio y bien cuidado césped circular, delimitado por medios arcos de metal incrustados en la tierra. Amplios parterres rebosantes de rosas en primavera formaban un cuadrado a su alrededor. Separando ambos espacios, se había diseñado un paseo arenoso de cuatro o cinco metros de anchura, donde las Misses, Madmoiselles y Señoritas de Compañía se sentaban, cosían y hacían punto, mientras veían jugar a sus niñas.
En uno de los extremos del Cuadrado, el más cercano a la calle Aguirre, corría un amplio terreno limitado en el extremo opuesto por varios edificios de viviendas, entre ellos, un chalet. Recordó con una sonrisa interna los apuros y zozobras sufridos, cuando la pelota entraba en el jardín del chalet y su dueño se enfadaba. O cuando la pelota caía entre las rosas y los jardineros simulaban, con amenazantes gestos, que iban a avisar al guardia para que les pusiera una multa. En aquellos tiempos la presencia de guardias municipales en el parque era una estampa habitual.
Todos los días a la salida de clase los alumnos de un colegio cercano, se sentaban en los respaldos de los bancos del paseo central del cuadrado, con las piernas colgando hacia fuera, de forma que pudieran ver a todas las chiquillas que jugaban a quemar, o a tres y pasar, procurando exhibir sus mejores saltos felinos y el arte de apuntar a dar con la pelota.
Muchos de aquellos niños de entonces, habían sido y algunos seguían siendo, los prohombres del presente. Allá se habían sembrado amores que perduraron, romances que se truncaron, amistades que nunca se rompieron. Ella había estado a punto de casarse con uno de ellos, pero los caminos se distanciaron hasta perderse en el horizonte. No lamentaba nada, pero siempre le había quedado la curiosidad por saber qué habría sido de él.
El antiguo chalet había sido remplazado por una casa de pisos de ladrillo rojo. No hay Cuadrado, no hay rosas, no hay paseo arenoso, no hay bancos. Todo el espacio estaba ahora dedicado a juegos para los niños: columpios, toboganes, casitas a las que trepar, animales a los que subirse. Y en este día determinado hervía con la actividad de un enjambre de niños, padres y madres. Ni asomo de las Misses, Madmoiselles y Señoritas de compañía.
Caminó con rapidez hacia lo que, en su infancia, había sido la entrada a los jardines. Ya no existía el amplio espacio para jugar al truquemé y a la Tiente o a Guardias y Ladrones. Todo había sido absorbido por la entrada a un enorme garaje privado, que solo dejaba espacio a una pequeña plaza.
Cruzó la calle Aguirre a la altura de Colón de Larreategui. Subió callé arriba contemplando los nuevos edificios construidos en lo que en su juventud eran solares. Se paró frente al portal de lo que había sido su hogar hasta la muerte de su marido. Lo contempló con una mezcla de curiosidad y añoranza. Sintió la tentación de cruzar el portón de hierro, coger el ascensor, subir al quinto piso, llamar al timbre y presentarse como la antigua propietaria. Desistió. Sabía que se habían realizado obras en el piso y había cambiado la distribución de la casa. Prefirió recordar su viejo hogar tal como lo había dejado.
Giró y volvió sobre sus pasos, observando en perspectiva la nueva entrada al parque. En ese momento le asalto el recuerdo de una vieja fotografía tomada por un antiguo novio de su prima. Enfocada contra el edificio de la derecha, que enmarcaba la plazoleta, aparecían varios primos y primas. Entre ellos figuraba ella misma vestida con un traje de marinero de falda y cuerpo azul oscuro y gorra de plato de mismo color, en la que aparecía bordado en dorado el nombre de un barco, THE NEWCASTLE, en recuerdo de la Universidad en la que su padre había cursado sus estudios. Aún le divertía recordarlo.
Aceleró el paso para no hacer esperar a su prima y con decisión se adentró por los tres paseos paralelos que, partiendo desde esta pequeña plaza, desembocaban en La Fuente. El Reloj, realizado en hierro forjado pintado de verde, con una esfera blanca y reluciente y unas agujas negras marcando las horas, levantado sobre un alto pedestal de piedra pulida, había desaparecido. Sin embargo, se habían colocado farolas todo a lo largo de los macizos de boj que separan los tres distintos senderos, ahora menos poblados y los bancos intercalados entre las luces estaban ocupados por señoras mayores que observan con desaprobadora curiosidad a todo viandante no habitual por esos lares.
Lamentó que el Museo de Bellas Artes a la derecha de estas pequeñas avenidas, hubiera devorado otros tres paseos paralelos, incluyendo los retretes públicos, que acababan en el Museo primitivo de ladrillo rojo. Los niños se habían visto así privados del parque de verano, ya que había sido una zona frondosa con árboles altos que proporcionaban una magnifica sombra. Amaba el arte y se sentía orgullosa de la bella ampliación acristalada del museo, pero no podía dejar de lamentar el terreno robado a los niños.
No quería hacer esperar a su prima pero no pudo resistir el impulso de asomarse a los paseos descendentes, detrás de la fuente, que se dirigen al área del Parque de Los Patos. Le sorprendió no encontrar el banco donde se solía sentar una pareja de novios prematuros, ella con uniforme de uno de los colegios más conocidos de la ciudad y él un chico rubio de facciones finas y delicadas que llevaba invariablemente pantalones bombachos, algo llamativo en un chico de su época. Se preguntó que habría sido de ellos y de su intenso enamoramiento, que el viento probablemente se había encargado de llevar a otros corazones.
Todo lo contemplaba con un sentimiento impregnado de nostalgia, e impotencia. Ella era como aquel parque, reconocible pero distinto. Sería sustituida por nuevos retoños de vida y solo sus hijos y nietos la recordarían durante algún tiempo hasta que su imagen fuera haciéndose borrosa para todos los que ahora la querían sinceramente.
-“Así es la vida, se dijo a sí misma. Dentro de pocos años, mis hijos miraran para atrás y se dirán a sí mismos: <<¡como es posible que hayan pasado ya veinte años desde la muerte de mamá!>>. Y la tercera generación estará ya en marcha hacía el futuro”.
Ahora sentía el cansancio apoderándose de ella. Dirigió sus pasos hacia El Toledo. Pasó cerca de la Fuente y tuvo un recuerdo para el barquillero, aquel honrado hombre con cara de hambre y de frío. Y otro para la vendedora de chuches, que con la crueldad ignorante de la niñez, denominaban la vieja del parque. Acarreaba su mercancía en una gran cesta de mimbre, que colocaba sobre unas patas de madera. Había conocido a dos generaciones de ellas. Se alegraba de su ausencia porque significaba que las siguientes generaciones habían medrado y no necesitaban de aquel mezquino negocio.
Su prima estaba esperándola. Como siempre tenía muchas cosas que comunicarle, las palabras fluían a borbotones: los hijos, los nietos, los problemas, las soluciones .Ella esperaba pacientemente el momento oportuno para hablarle de su enfermedad, del diagnóstico nada favorable y el tratamiento que iba a comenzar en breve. Quería desahogar su corazón, comunicarle sus angustias y temores.
Pero su prima parecía más charlatana que nunca. Mientras simulaba escucharla con interés sus ojos se fijaron en un matrimonio sentado cerca de su mesa. El marido evidentemente sufría de Alzheimer. Algo en él llamó su atención, quizás fue su perfil, o la forma de sus manos, no sabría decirlo con certeza, pero con estupor reconoció en él lo que quedaba de aquel amor olvidado. Es posible que fuera su imaginación, pero creyó ver un pasajero destello de reconocimiento en sus ojos.
“Nuestras vidas empezaron aquí y aquí se van a cerrar, se dijo a sí misma. Sabía que algún día todo iba a acabar pero me parecía que todavía estaba recorriendo el camino de ida y que la meta estaba muy lejana”
Cuando fue la hora de separarse se despidió de su prima sin comunicarle las malas noticias. Tendría tiempo de hacerlo. Ahora tenía que luchar para seguir adelante y aceptar su nueva forma de vida. Resurgiría como el viejo parque: distinto pero siempre el mismo.