LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

domingo, 27 de septiembre de 2009

VARIACIONES

JUVENTUD Y VEJEZ.
Veintiséis de diciembre. La tarde gris se había convertido en noche cerrada. La lluvia silenciosa y mansa caía con persistencia. Las luces de las farolas se reflejaban en el suelo mojado dejando un nimbo dorado en los charcos de la calle.
La estación estaba vacía excepto por unas pocas personas en la cafetería y algunos trabajadores del ferrocarril.

Madre e hija esperaban al tren que partiendo de Madrid recogería a esta última en Hendaya, a media noche, rumbo a Gran Bretaña. Llegaría a París por la mañana. De allí un traslado de estación y un nuevo tren le llevaría a Londres.
El rostro de la madre expresaba tristeza infinita y angustia controlada. El de la hija era una mezcla de expectación aventurera, dolor profundo por la despedida y esperanza ante la perspectiva de su nuevo trabajo: los ojos le brillaban llenos de ilusión. Los de la madre eran cariñosamente apagados.

La conversación no era fluida. Las dos intentaban dominar la situación y que esta no derivara hacia explicaciones y discusiones que ambas intentaban evitar. Sabían que cualquier petición de razonamientos o intentar darlos iba a ser motivo de mayor alejamiento, ocasión de reproches y actitudes a la defensiva que no propiciarían una mayor proximidad, sino que contribuirían a aumentar aun más la distancia que les separaba.

Huían de abordar lo que realmente les dividía porque sabían que no había posible entendimiento, por el momento. Partían de premisas distintas, y aparentemente irreconcilliables. Faltaba la empatía necesaria que propicia el acercamiento a la mente y el corazón del otro y la búsqueda de terrenos comunes. La comunicación presupone tener un lenguaje común, una disposición a ponerse en la situación del interlocutor, de intentar comprender sus puntos de vista: apertura hacia lo que uno no comprende o le resulta difícil captar por ser ajeno, incluso opuesto a sus propios principios o ideas.
La percepción intuitiva de que el otro no va a entender dificulta, hasta hacer casi imposible, exponer las propias razones porque se sabe de antemano que van a ser percibidas a través de fórmulas mentales que impiden aprehender lo que se quiere comunicar.
Aferrarse a las propias opiniones sin disposición de escucha, de estar abierto e intentar ver los puntos de vista ajenos, hace que el interlocutor se resista a exponer sus ideas porque presiente, intuye con claridad moral que sus razones no van a penetrar el muro levantado ante sus conceptos o decisiones.

Atrás, en la ciudad distante, quedaba un padre enfermo, incapaz de enfrentarse física y psíquicamente con la despedida; su única hija abandonaba el hogar indefinidamente.
En aquellas épocas viajar con frecuencia de un país a otro no era algo habitual. Saber que existía esa certeza hubiera hecho la separación más fácil. Los trasladados eran excesivamente caros para que se pudieran realizar con la suficiente y necesaria frecuencia que hubiera dulcificado la separación.

La madre tenía que volver a España antes de las diez de la noche porque en aquellas épocas la frontera Franco-Española se cerraba a esa hora. Pasaría la noche en un hotel en el lado español de forma que pudiera coger un tren de madrugada y estar con su marido lo antes posible. A la mañana siguiente le esperaba un viaje de tres horas hasta llegar al hogar. Sabía que no podía dejarlo más tiempo solo con su pena y su enfermedad.
La hija veía reflejada en la cara de su madre la callada pena por no poder quedarse hasta la llegada del tren procedente de Madrid y tener que dejarla sola en la estación. Faltaban varias horas hasta que pudiera encontrarse con un par de amigas, que viajaban desde Madrid para proseguir juntas el viaje.

Unos minutos antes de las diez salieron al exterior para coger uno de los taxis que estaban de guardia. La noche era cerrada, no pasaba nadie por la calle, todo era silencio y soledad, las luces se reflejaban en el pavimento de la calle mojada. En algunos escaparates de las tiendas cercanas aún se veían adornos de Navidad.

Un último abrazo sentido, sin palabras, sin dejar escapar el dolor y la pena. La falta de capacidad de comunicarse abiertamente contribuía a aumentar el pesar. Pero por encima de todo esto permanecía un cariño que nada podía destruir.

Las luces rojas del taxi, alejándose, fue lo último que la hija vio, perdiéndose en la oscuridad.
Volvió a la cafetería, pidió una bebida caliente. Se quedó observando a las pocas personas que estaban en el recinto. Tenía un par de horas por delante hasta que llegara el tren y se encontrará con sus amigas.
Sufría por sus padres, pero no podía dejar de estar feliz. Su sueño se iba a cumplir. Pensó en ellos, en su generosidad, en su dolor asumido, en la soledad que iba a dejar su ausencia, en la patética imagen de su madre alejándose desamparada en la oscuridad de la noche, en su padre, solo, en su madre sola, sin poder consolarse mutuamente.
Eran muy generosos: habían antepuesto la felicidad de ella a su propia felicidad. Habían aceptado sus planes sin oponerse y sin entender. Pero el dolor iba a estar presente. Y la ausencia iba a ser permanente o eso pensaban entonces. Lo habían asumido sin protestar.
La hija se quedó pensativa: ¿seré yo capaz de amar como ellos, de saber dar sin medida, sin pasar cuentas?.

Las horas transcurrieron más deprisa de lo que esperaba.
La llegada del tren que traía a sus amigas le zambullió en la alegría del encuentro, en la emoción del futuro incierto, en la excitación de la nueva aventura emprendida. Hacían planes, programaban trabajos, intercambiabas impresiones, compartían ilusiones.

El despertar en París llenó de luz le hizo olvidar sus inquietudes del día anterior. Londres le esperaba expectante como un interrogante esperanzador.