LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

martes, 25 de junio de 2013

PADRE E HIJO. Continuación

CHIRIBITO

Crecí sin saber qué era una madre. Me dijeron que algunas de las fotos que adornaban las paredes de la casa de Bilbao, eran de ella. También me explicaron  que  se había  ido al cielo el día que yo nací. Y que por eso nunca celebrábamos mi cumpleaños en ese día sino al siguiente, el día de  San Gabriel. Escuché  una vez a unas tías, susurrando entre ellas, pensando que no les oía: 
“El niño no venía bien y ella se desangró; se fue en horas. El padre no se ha repuesto todavía.
Solía contemplar las fotos de mi madre, cuando nadie me veía. No sabía a quién preguntar cómo había sido. Moncho tampoco  era muy proclive a hablar de ella. Solo una vez, cuando éramos pequeños, me dijo: 
"Se reía mucho, le gustaban las amapolas, siempre estaba de buen humor. Y  papá también. Éramos  muy felices. Todo se estropeó cuando tú nac…cuando se murió”. 
El no quiso ser duro pero lo que yo  oía y percibía contribuyó a que  creciera con el sentimiento de que mi madre  había muerto por mi culpa  y que por eso, mi padre prefería a Moncho.  Como tácita consecuencia aceptaba ocupar el segundo puesto en el cariño de mi padre. 
Los veranos los pasábamos en Gorrondo, que ya era nuestro porque los abuelos habían muerto.   Solíamos  salir los tres juntos en el coche de caballos. Paseábamos  por las estradas, entre campos. Papá se sentaba a la derecha llevando las riendas. Moncho en el extremo opuesto  y  yo iba en medio bien custodiado por los dos. Moncho y yo llevábamos unos sombreros de paja para defendernos del sol. Papá era muy guapo. Nos contaba cosas sobre el caserío y sus pertenecidos, sobre sus proyectos: quería  parcelar las tierras, levantar dos caseríos  más y alquilarlos junto con las tierras. Nosotros nos quedaríamos con Gorrondo y el terreno circundante. 
Fueron pasando los años. La vida transcurría como un río tranquilo. Nada cambió mucho. Papá se fue acomodando poco a poco a su vida de viudo. Moncho ya había ingresado en la Universidad de  Deusto, de reciente creación  y yo estudiaba  en uno de los colegios de la parte vieja de la ciudad. Moncho y yo nos llevábamos muy bien. Teníamos mucha confianza el uno con el otro, aunque nos llevábamos seis años y en esas edades, la diferencia de edad es muy importante.  Seguía siendo enérgico, decidido y muy voluntarioso. Yo tenía una risa fácil; aunque no tenía un grupo extenso de amigos, tenía un círculo pequeño pero muy fiel. Nuestro padre estaba muy orgullo de que Moncho fuera una  gran promesa, como le comentaban los profesores y muy contento con mis resultados académicos. Se me daban bien las matemáticas y el dibujo. Yo había expresado que quería ser arquitecto naval, cuando acabara el Bachillerato. En aquellas épocas era una de las elecciones de moda entre la gente joven de la zona: marchar a Inglaterra para estudiar arquitectura naval, carrera que no estaba reconocida en España pero que era muy considerada por los Astilleros que entonces florecían en Bilbao. Ni mi padre ni mi hermano  me prestaban demasiada atención, pues todavía faltaban unos cuantos años para acabar el colegio.
Cuando  mi hermano enfermó tenía veintiún  años. Era  su  último año de carrera. Todo empezó con unas fiebres muy altas que no cedían, dolores musculares intensos, la cabeza le estallaba, todo su cuerpo presentaba una erupción parecida al sarampión.  El médico le visitaba diariamente pero Moncho no mejoraba. Pasaron  algunos  días hasta que pudo confirmar el diagnóstico. “Tifus”, dijo. Y  nuestro mundo se derrumbó. Todavía no existía la vacuna contra esa enfermedad. Ni los antibióticos. La penicilina tardaría aún más de treinta años en descubrirse. Y Moncho se hundía en el sopor, estaba confuso, deliraba, la fiebre era altísima. Sabíamos que le quedaban pocos días de vida. 
Días  terribles para mí. Veía a mi padre deshecho. Su hijo mayor se le iba como se le había ido su mujer, precisamente cuando las ilusiones soñadas  parecía iban a culminar. Por las noches mientras permanecía despierto en mi cama, le oía llorar  en su habitación. A mis quince años, no sabía cómo comportarme, qué hacer. Me daba cuenta de que necesitaba compañía y consuelo pero su actitud no facilitaba el acercamiento. Estaba metido en sí mismo, sumido en un dolor que le distanciaba de todo y de todos. Era incapaz de encontrar las palabras que pudieran mitigar en algo su dolor. Yo era consciente de no estar a la altura de las circunstancias. Y lo que era peor, tenía la seguridad de que mi padre también sentía lo mismo.
Se me iba mi hermano, el que había sido mi apoyo y mi confidente. Ahora me enfrentaba a la soledad,  a la comunicación formal sin que mediara confianza real. Sin embargo, fui consciente de que ya no podría irme a estudiar a Inglaterra, como había soñado. Debía quedarme junto a mi padre. No podía dejarlo solo. Cuando  Moncho murió yo ya había tomado la decisión. Iría a estudiar a Deusto. 
Después de la muerte de Moncho mi padre decidió cambiar de casa. Nos trasladamos a la calle Ripa, al ensanche de Bilbao. En aquellas épocas los barcos subían río arriba para atracar a los pies de nuestra casa. Desde el mirador se  podía ver a los estibadores con su rítmico cargar y descargar de las mercancías. Bilbao era un puerto próspero y muy ocupado. Yo pasaba horas observando las embarcaciones. Algunas tenían las enseñas inglesas. Todavía recuerdo algunos de los nombres y las ciudades de origen. Pero mi decisión estaba tomada y procuraba borrar de mi mente mis antiguos planes profesionales.
Mi padre siguió  encerrado  en su dolor. Yo procuraba contarle cosas del colegio, de los planes con mis amigos, de las asignaturas.   Escuchaba procurando sobreponerse, pero yo era consciente de que no conseguía distraerle, ni sacarle de su estado de ánimo. Transcurrieron meses antes de que pudiera   reemprender su vida social. Por las mañanas se dedicaba a su trabajo. Comíamos  juntos  y por las tardes, al finalizar la jornada laboral, pasaba a la Bilbaína, donde se encontraba con sus amigos. 
Transcurridos dos años, le hablé a mi padre sobre mi decisión de ir a Deusto. Me  miró algo sorprendido y comentó:
“Pensé que querías ir a Inglaterra”
Le miré asombrado porque no imaginaba que se acordará de mis sueños profesionales y aún me asombró más cuando continuó
"Me alegra mucho que te quedes, te lo agradezco mucho”
Me sentí tan confundido que no supe articular una respuesta adecuada. Era la primera vez que mi padre daba señales de que se alegraba de tenerme cerca de él,  de que necesitaba mi compañía. 
A partir de entonces, nuestra convivencia se fue haciendo gradualmente más fluida; no teníamos que hacer esfuerzos especiales para mantener una conversación, la comunicación era más espontánea. Compartíamos nuestras vidas. Las bromas y  risas se fueron haciendo un elemento natural en nuestro trato diario. Yo le contaba sucedidos de la Universidad y él me comentaba aspectos de su trabajo o de sus reuniones en la Bilbaína. Descubrí que tenía un agudo sentido del humor y una marcada capacidad de observación. Estaba al día en la política internacional y más aún en la nacional.  
Llevaba ya dos años en la Universidad. No me costaban los estudios. Sacaba buenas notas pero no me  llenaba aquella carrera y prefería no pensar en lo que me esperaba una vez terminada. 
El día que mi padre me comentó en la sobremesa: 
"Chiribito, yo creo que no estás contento con tus estudios"
me sentí en la obligación de protestar diciendo que estaba tan contento como podía estar con cualquier otra carrera.  Pero el prosiguió:
"Mira hijo, lo he estado pensando y creo firmemente que lo que a ti te va es lo que soñabas hacer. Cuando tú estás en clase echo algunas ojeadas a tus apuntes y veo están plagados de proyectos de barcos, dibujos de calderas de vapor y otra serie de cosas que no entiendo.  He hecho averiguaciones con algunos de los contertulios del Club, y la mejor Universidad para lo que tú quieres es la de Durham, en su rama de Newcastle. Los hijos de un par de amigos están ya allá. Habla con ellos y entérate de los trámites, y todo lo demás. Piensa que tendrás que aprender el idioma antes de poder matricularte y eso te llevará uno o dos cursos. Ya nos arreglaremos para pasar las Navidades juntos. Yo todavía puedo aventurarme a hacer algún viaje a Inglaterra. Era un sueño que tu madre y yo teníamos. Estoy seguro de que ella hubiera estado contenta de verte estudiando en Inglaterra".
Me acerqué a mi padre y puse mi mano sobre su hombro apretándolo fuertemente.
¿"Tú crees de verdad que mamá hubiera estado  contenta"?
"Creo que tú serás feliz y eso le  hubiera hecho feliz a ella", respondió apretando mi mano".

viernes, 21 de junio de 2013

                     PADRE E HIJO
                                                                          Primera parte

DON JUAN



A tu madre le encantaba recorrer las tierras en el coche de caballos. Era feliz sentada junto a mí dejando  descansar su mirada sobre los campos de amapolas. Se le llenaban los ojos de luz, enlazaba su brazo con el mío y me atraía hacía ella con suavidad. Estábamos tan  a gusto el uno junto al otro. Era verano y  nos habíamos trasladado a Gorrondo, el caserío de sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos y  no sé cuantas más generaciones anteriores. Tenía 250 años de existencia.  Conservaba  su prestancia, aunque no era como tú lo conoces. Era como  el cuadro  que  está en nuestra casa de Bilbao.  Yo hice algunos arreglos más tarde. Pero entonces no tenía opción a opinar ni sugerir. Nuestra boda no había sido  objeto de alegría para tus abuelos. Habían soñado con un marido más, como te diría yo, más importante para su hija única. Un buen partido, de familia reconocida socialmente y de mayor fortuna. Y yo no era nada de eso. Mi padre era secretario del Ayuntamiento de la capital y cabeza de una familia de once hijos. Yo había conseguido llegar a ser agente de bolsa que en aquellos tiempos no se alcanzaba por oposición sino con trabajo y esfuerzo personal. Tampoco había adquirido el rango profesional que años más tarde llegó a alcanzar. Además  estaba el hecho de que entre ella y yo había una distancia de trece años. Tu   madre tenía veintidós. Veintidós felices años llenos de vida y  de ilusiones. Me enamoré de ella como un tonto. La primera impresión era la  de una joven  sería y tímida pero su sonrisa sincera y espontanea  transformaba su rostro, embelleciéndolo. Me  quedé prendido de su naturalidad, su risa  fácil y contagiosa que hacía que sus ojos  se iluminaran y cobraran un atractivo  difícil de esquivar. Como  un imán suave pero irresistible. Una  mujer con un encanto especial que, como el buen perfume, te atrae sin darte cuenta.
Tu hermano Ramón nació al año de casarnos. Nosotros éramos felices viéndole crecer fuerte y alegre.  Desde pequeño apuntó un carácter firme y decidido. Si algo se le resistía apretaba los puños y  tiraba para adelante. No cejaba hasta que lo conseguía. Tu madre se volcó con él pero nunca me sentí fuera del círculo maravilloso. Sabía integrar todos sus quereres. Y los dos nos sentíamos amados por igual aunque de distinta manera. Continuamos yendo los veranos a Gorrondo para estar con los abuelos. Era un lugar sano y propio para que un niño creciera en contacto con la naturaleza. Ahora era Moncho – como acabamos llamando a Ramón – el que nos acompañaba en nuestros recorridos en el coche de caballos, sentado entre tu madre y yo. Disfrutaba con los campos de amapolas. Lo había heredado de su madre. “Polas, polas” gritaba mientras las señalaba con su mano regordeta y nos tiraba con insistencia de la manga bien a su madre o a mí para que le acompañáramos en su entusiasmo. Yo  acababa  tirando de las riendas para que los dos bajaran del coche y recogieran un ramillete. Sus gritos de entusiasmo, deleitaban a tu madre que le seguía de cerca para asegurarse de que no se perdía en aquella maraña de trigo y flores. 
La única nube que turbaba nuestra felicidad era que no había señales de que otro niño estuviera en camino.  El ginecólogo aseguraba que no había ningún impedimento pero el niño no venía, así que cuando seis años más tarde tú empezaste a dar signos de vida, tu madre y yo, nos llenamos de alegría. Queríamos una familia numerosa: yo, porque procedía de una y tu madre, porque no le había gustado ser hija sola.  Se nos hicieron largos los meses de espera. Moncho estaba desconcertado porque percibía  algo intangible que le había desplazado hacia la periferia. Y su madre se empeñaba en repetirle  que tenía que querer a su hermanito porque iba a ser muy pequeño y necesitaría que le cuidara. Moncho miraba desconcertado a su alrededor porque no encontraba entre sus juguetes  ningún objeto pequeño que respondiera al nombre de hermanito. 
Por fin llegó el  día. Se presentaba un parto difícil. Vivíamos entonces en Bilbao en la misma casa en que nació  Unamuno. Y en esa casa te esperábamos con los brazos abiertos. Había nervios e inquietud. Tu madre estaba serena y cooperaba con todas sus fuerzas. Pero la  tensión fue creciendo según iban pasando las horas. Tú, por fin, te asomaste a la vida pero tu madre se hundió en la muerte. Pudo tenerte en sus brazos y acariciarte durante unos minutos y depositar un suave beso en tu colorado rostro; las únicas caricias que has recibido de ella. A las pocas horas ya eras huérfano de madre.  Yo me sumí en un dolor intenso que no me dejaba pensar en otra cosa. Me quedé horas a solas con ella. Le hablaba, lloraba. Es terrible la quietud de la muerte. La incomunicabilidad. Ver un rostro amado que jamás volverás a ver vivo en esta vida. Saber que no te oye, que no puede responderte, ni consolarte.
Tus abuelos se ocuparon de ti y de Moncho durante los primeros días. Te bautizaron al día siguiente de tu nacimiento. Era San Gabriel, y así te llamaron. Ni siquiera me preguntaron qué nombre quería ponerte  ni a mí me importaba. A los pocos días viniste a casa y  creciste al cuidado de un ama de cría, Simona, la que está enterrada en nuestro panteón. 
Yo buscaba la compañía de tu hermano, que aunque incapaz de captar mi profundo dolor y  soledad, podía compartir algunos  recuerdos de su madre. Durante meses preguntaba por ella todos los días  y por las noches, solo en su cuarto,  le oía llorar desconsoladamente. Me sentía herido por ese llanto e incapaz de encontrar el modo de consolarle. Pasaba horas en su cuarto, intentándolo. Todo esto contribuyó a que estuviéramos muy unidos en los años posteriores. 
Seguíamos veraneando en Gorrondo y cuando empezaste a tenerte en pie pasabas mañanas enteras atareado recogiendo las chiribitas que crecían en la campa del jardín donde unos cuantos tilos se elevaban hacía el cielo y proyectaban una sombra protectora. Fue entonces cuando empezamos a llamarte Chiribito, por tu amor a las pequeñas flores blancas y amarillas que cuajaban la hierba. Con tus cortas piernas tambaleantes, depositabas las florcillas en la falda de tu abuela y Simona y corrías afanoso a coger más, para entregármelas, tímidamente. “Muy bien Chiribito, muy bien, son preciosas” era lo más que conseguía decirte, mientras pasaba un dedo suavemente por el contorno de tu rostro. Te lo agradecía de corazón pero por un sentimiento inexplicable del que no podía deshacerme  era incapaz de esforzarme en ser más cariñoso. Te tenía a ti, pero no tenía a tu madre. Y casi inconscientemente te culpaba  de ello.
Han pasado muchos años pero aún me siento culpable por no haberte  querido tanto como tú necesitabas. La  sombra de una nunca reconocida  acusación injusta, gravitaba sobre ti. A pesar de todo tu  creciste  fuerte y risueño. En ocasiones algunas cosas cuya comicidad nos parecían absurdas a los demás,  inesperadamente te hacían soltar carcajadas contagiosas, que nos alegraban a todos.