LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

lunes, 20 de julio de 2009

VARIEDADES

AGRADECIMIENTO SINCERO

CUARTA PARTE


El 11 de marzo de 2003 ha dejado una huella profunda en nuestro país. No sólo porque los acontecimientos propiciaron un cambio político inesperado, sino principalmente porque el terrorismo islámico azotó con toda su fuerza despiadada a miles de personas inocentes que nada habían tenido que ver con las decisiones tomadas por los gobernantes respecto a la guerra de Irak. - incluso muchos no estarían de acuerdo con la alianza con Estados Unidos.

Dos años más tarde, el 7 de julio de 2005, el mismo azote ciego y vengativo, sumió a Gran Bretaña- un país no acostumbrado a ver su tierra hollada por extranjeros- en la perplejidad y desconcertante descubrimiento de que - dejando a un lado la ocupación de las islas del Canal de la Mancha - su país era vulnerable a los envites enemigos.

Volvió a Londres unos días después del ataque terrorista del 7 de julio de 2005.Recordaba la variedad de razas y colores de las gentes que había visto recorrer las arterias comerciales en sus estancias anteriores.

Lo encontró muy cambiado. Estaba perdiendo su aire británico; siempre había sido una encrucijada de mundos dispares, pero por encima de la diversidad había permanecido su singularizad.

Lo que descubrió en esta ocasión fue algo distinto.

Se respiraba otra actitud; no se trataba de extraños forzosamente admitidos por la imposición de las reglas de la política exterior hacia sus antiguas colonias. Los actuales inmigrantes se comportaban como dueños del país. Se sentían en casa propia.

Londres se había convertido en una ciudad ruidosa: los recorridos en los autobuses de línea no eran aquellas deliciosas ocasiones en las que se podía leer la novela ansiada aprovechando los largos trayectos. Los móviles invadían los autobuses de voces agudas y descontroladas, de acentos centroeuropeos, orientales y coloniales, las risas estruendosas, eran impropias de un país con una trayectoria de profundo respeto por la intimidad propia y ajena.

Y lo que era aún más llamativo: los británicos se habían acostumbrado a estos cambios. No había signos externos, aquellos gestos, tan bien conocidos por ella, controlados pero evidentes, de quién sobrelleva estas intromisiones con un sentido de superioridad y conmiseración hacia los que habían tenido la suerte de poder trasladarse a su país.

Recordaba sus esfuerzos, cuando vivió en el país por primera vez, para hacerse entender y conseguir una respuesta de cualquiera de los bobbies a quienes había recurrido para obtener información: la actitud impertérrita de alguien alto, rubio, con ojos azules, que mirando a la lejanía, por encima de su cabeza y sin prestar atención personal alguna, respondía mecánicamente a sus requerimientos. No quedaban ganas de pedir aclaración a lo no entendido, porque el mismo chorro de palabras iba a ser emitidas, sin ningún esfuerzo especial para asegurarse de que habían sido comprendido.
Efectivamente algo había cambiado en Gran Bretaña, o por lo menos en Londres.

En esta ocasión, mientras mi amiga buscaba en el mapa de la ciudad la casa de Dickens, escuchó, asombrada, a un matrimonio que le preguntaban amablemente si podían echarle una mano y se brindaron para acompañarla hasta el lugar de su búsqueda. Por el camino le proporcionaron múltiples explicaciones para que no se perdiera en el recorrido que tenía programado.

Los empleados del metro estaban dispuestos a dar todas las indicaciones que se les pidieran. Los conductores de los autobuses indicaban la parada más conveniente para acceder al lugar que pensaba visitar.

Los Bobbies sonreían amablemente y prestaban toda clase de facilidades para hacer la estancia de los extranjeros más amable.

Había una actitud de reconocimiento hacia aquellos que después del terrible atentado y las siguientes amenazas e intentos de otros más, no se habían acobardado ni pospuesto su visita sino que, desafiando el peligro, apoyaban al país de este modo silencioso pero efectivo.

Estaban muy agradecidos a que hubiera gente dispuesta a compartir su pena y su peligro.

El hecho de que ambos países hubieran sido víctimas del mismo infortunio, que compartieran dolor e inquietudes, les hizo sacar lo mejor de sí mismos y volverse profundamente humanos.

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