LA RÍA DE BILBAO.ACUARELA DE PALOMA ROJAS

viernes, 21 de junio de 2013

                     PADRE E HIJO
                                                                          Primera parte

DON JUAN



A tu madre le encantaba recorrer las tierras en el coche de caballos. Era feliz sentada junto a mí dejando  descansar su mirada sobre los campos de amapolas. Se le llenaban los ojos de luz, enlazaba su brazo con el mío y me atraía hacía ella con suavidad. Estábamos tan  a gusto el uno junto al otro. Era verano y  nos habíamos trasladado a Gorrondo, el caserío de sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos y  no sé cuantas más generaciones anteriores. Tenía 250 años de existencia.  Conservaba  su prestancia, aunque no era como tú lo conoces. Era como  el cuadro  que  está en nuestra casa de Bilbao.  Yo hice algunos arreglos más tarde. Pero entonces no tenía opción a opinar ni sugerir. Nuestra boda no había sido  objeto de alegría para tus abuelos. Habían soñado con un marido más, como te diría yo, más importante para su hija única. Un buen partido, de familia reconocida socialmente y de mayor fortuna. Y yo no era nada de eso. Mi padre era secretario del Ayuntamiento de la capital y cabeza de una familia de once hijos. Yo había conseguido llegar a ser agente de bolsa que en aquellos tiempos no se alcanzaba por oposición sino con trabajo y esfuerzo personal. Tampoco había adquirido el rango profesional que años más tarde llegó a alcanzar. Además  estaba el hecho de que entre ella y yo había una distancia de trece años. Tu   madre tenía veintidós. Veintidós felices años llenos de vida y  de ilusiones. Me enamoré de ella como un tonto. La primera impresión era la  de una joven  sería y tímida pero su sonrisa sincera y espontanea  transformaba su rostro, embelleciéndolo. Me  quedé prendido de su naturalidad, su risa  fácil y contagiosa que hacía que sus ojos  se iluminaran y cobraran un atractivo  difícil de esquivar. Como  un imán suave pero irresistible. Una  mujer con un encanto especial que, como el buen perfume, te atrae sin darte cuenta.
Tu hermano Ramón nació al año de casarnos. Nosotros éramos felices viéndole crecer fuerte y alegre.  Desde pequeño apuntó un carácter firme y decidido. Si algo se le resistía apretaba los puños y  tiraba para adelante. No cejaba hasta que lo conseguía. Tu madre se volcó con él pero nunca me sentí fuera del círculo maravilloso. Sabía integrar todos sus quereres. Y los dos nos sentíamos amados por igual aunque de distinta manera. Continuamos yendo los veranos a Gorrondo para estar con los abuelos. Era un lugar sano y propio para que un niño creciera en contacto con la naturaleza. Ahora era Moncho – como acabamos llamando a Ramón – el que nos acompañaba en nuestros recorridos en el coche de caballos, sentado entre tu madre y yo. Disfrutaba con los campos de amapolas. Lo había heredado de su madre. “Polas, polas” gritaba mientras las señalaba con su mano regordeta y nos tiraba con insistencia de la manga bien a su madre o a mí para que le acompañáramos en su entusiasmo. Yo  acababa  tirando de las riendas para que los dos bajaran del coche y recogieran un ramillete. Sus gritos de entusiasmo, deleitaban a tu madre que le seguía de cerca para asegurarse de que no se perdía en aquella maraña de trigo y flores. 
La única nube que turbaba nuestra felicidad era que no había señales de que otro niño estuviera en camino.  El ginecólogo aseguraba que no había ningún impedimento pero el niño no venía, así que cuando seis años más tarde tú empezaste a dar signos de vida, tu madre y yo, nos llenamos de alegría. Queríamos una familia numerosa: yo, porque procedía de una y tu madre, porque no le había gustado ser hija sola.  Se nos hicieron largos los meses de espera. Moncho estaba desconcertado porque percibía  algo intangible que le había desplazado hacia la periferia. Y su madre se empeñaba en repetirle  que tenía que querer a su hermanito porque iba a ser muy pequeño y necesitaría que le cuidara. Moncho miraba desconcertado a su alrededor porque no encontraba entre sus juguetes  ningún objeto pequeño que respondiera al nombre de hermanito. 
Por fin llegó el  día. Se presentaba un parto difícil. Vivíamos entonces en Bilbao en la misma casa en que nació  Unamuno. Y en esa casa te esperábamos con los brazos abiertos. Había nervios e inquietud. Tu madre estaba serena y cooperaba con todas sus fuerzas. Pero la  tensión fue creciendo según iban pasando las horas. Tú, por fin, te asomaste a la vida pero tu madre se hundió en la muerte. Pudo tenerte en sus brazos y acariciarte durante unos minutos y depositar un suave beso en tu colorado rostro; las únicas caricias que has recibido de ella. A las pocas horas ya eras huérfano de madre.  Yo me sumí en un dolor intenso que no me dejaba pensar en otra cosa. Me quedé horas a solas con ella. Le hablaba, lloraba. Es terrible la quietud de la muerte. La incomunicabilidad. Ver un rostro amado que jamás volverás a ver vivo en esta vida. Saber que no te oye, que no puede responderte, ni consolarte.
Tus abuelos se ocuparon de ti y de Moncho durante los primeros días. Te bautizaron al día siguiente de tu nacimiento. Era San Gabriel, y así te llamaron. Ni siquiera me preguntaron qué nombre quería ponerte  ni a mí me importaba. A los pocos días viniste a casa y  creciste al cuidado de un ama de cría, Simona, la que está enterrada en nuestro panteón. 
Yo buscaba la compañía de tu hermano, que aunque incapaz de captar mi profundo dolor y  soledad, podía compartir algunos  recuerdos de su madre. Durante meses preguntaba por ella todos los días  y por las noches, solo en su cuarto,  le oía llorar desconsoladamente. Me sentía herido por ese llanto e incapaz de encontrar el modo de consolarle. Pasaba horas en su cuarto, intentándolo. Todo esto contribuyó a que estuviéramos muy unidos en los años posteriores. 
Seguíamos veraneando en Gorrondo y cuando empezaste a tenerte en pie pasabas mañanas enteras atareado recogiendo las chiribitas que crecían en la campa del jardín donde unos cuantos tilos se elevaban hacía el cielo y proyectaban una sombra protectora. Fue entonces cuando empezamos a llamarte Chiribito, por tu amor a las pequeñas flores blancas y amarillas que cuajaban la hierba. Con tus cortas piernas tambaleantes, depositabas las florcillas en la falda de tu abuela y Simona y corrías afanoso a coger más, para entregármelas, tímidamente. “Muy bien Chiribito, muy bien, son preciosas” era lo más que conseguía decirte, mientras pasaba un dedo suavemente por el contorno de tu rostro. Te lo agradecía de corazón pero por un sentimiento inexplicable del que no podía deshacerme  era incapaz de esforzarme en ser más cariñoso. Te tenía a ti, pero no tenía a tu madre. Y casi inconscientemente te culpaba  de ello.
Han pasado muchos años pero aún me siento culpable por no haberte  querido tanto como tú necesitabas. La  sombra de una nunca reconocida  acusación injusta, gravitaba sobre ti. A pesar de todo tu  creciste  fuerte y risueño. En ocasiones algunas cosas cuya comicidad nos parecían absurdas a los demás,  inesperadamente te hacían soltar carcajadas contagiosas, que nos alegraban a todos. 

3 comentarios:

  1. Espero la segunda parte, parece interesante.
    Un abrazo

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  2. Me encanta todo, todo y todo; me encanta la sensibilidad y la ternura cuando describes, me envuelve y serena. Polas, polas...¡qué rico!

    Gracias por estos regalos. Es un placer.

    Un beso muy fuerte.

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  3. Me alegra tanto que te guste porque tu eres una persona con mucha sensibilidad para la belleza, algo que no todo el mundo posee.
    Un abrazo fuerte

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