Molly estaba nerviosa. Era la vispera de Father Christimas. Como en años anteriores le había pedido una casa de muñecas, pero no una
cualquiera, sino otra exacta a la de su prima, heredada de su madre: una casa
victoriana de grandes dimensiones, que ocupaba casi media habitación. La fachada de la casa girando sobre los
goznes de la derecha dejaba ver todo el interior y su contenido. Y eso era lo
que Molly amaba con fruición. Pero nunca hasta entonces había recibido el tan deseado regalo. Sin embargo tenía la intuición de que este año
iba a ser el definitivo.
Necesitaba entretenerse en algo
que calmara la excitación habitual de la víspera de Father Christmas. Y decidió
acercarse al muro de madera levantado recientemente cerca de su casa, donde
antes existía una tapia de piedra demasiado alta para poder mirar por encima. Corría
el rumor de que esa pared rodeaba un terreno hondo y salvaje por el que las
ratas pululaban libremente.
Hacía algún tiempo que había
observado el cambio de la pared pero no había tenido ocasión de acercarse y
buscar un resquicio entre las tablas unidas y reforzadas con otras que las cruzaban trasversalmente. Quería escudriñar
lo que había detrás. Y esa tarde podía ser el día idóneo. Le distraería en las
horas de espera
Reparó en un agujero redondo abierto
en la madera. Guiño el ojo izquierdo y miró con el derecho: Nada, no había
nada, solo un profundo socavón oscuro.
Iba a retirar su ojo del orificio
cuando inesperadamente, una luz potente inundo la negrura y pudo contemplar, estupefacta, que allá, como suspendida en el aire, estaba la casa
de muñecas con la que toda su vida había soñado.
La fachada de la casa, se abrió
lentamente como impulsada por una mano invisible y pudo ver el interior de la
mansión. Allá estaba, en el hall central, el cuadro de
Reynolds, presidiendo el arranque de escalera. La lámpara central, de cientos de diminutas
bombillas, dejaba ver los preciosos muebles artísticamente colocados
contra la pared.
A la derecha, el gran salón, con la
chimenea encendida y leños crepitando la eterna canción del fuego. Dos
butacas orejeras miraban hacía
las llamas. Mr. Wilson leía un diminuto The
Times mientras Mrs. Wilson se concentraba
en su labor de aguja. El reloj de péndulo, con sus sonidos profundos y
solemnes, recordaba que eran las cuatro
y media de la tarde. Era la hora del té.
En una pequeña mesa cercana, estaba depositada una bandeja
con todo lo necesario: minúsculos platillos y tazas con sus correspondientes
cucharillas. La tetera y jarrita de leche a la medida de las tazas y los bollos
del tamaño de una lenteja, esperando ser
barnizados por la mantequilla.
Con ojos como platos Molly
descubrió la puerta de doble hoja que
daba paso al comedor. La gran araña de cristal, colgada del techo, iluminando
hasta el último rincón del comedor, le hizo parpadear. La vajilla de Wedgewood de dos centímetros de diámetro y
la cristalería irlandesa con copas más pequeñas que la uña del dedo meñique le
hicieron estremecerse de placer; los
tenedores y cuchillos diminutos, pero eficaces, reposaban pacientemente sobre
un impoluto mantel de hilo irlandés. Y dobladas al lado de los platos, las
servilletas del tamaño de un guisante. Dos preciosos candelabros colocados en
los extremos de la mesa, sostenían unas velas pequeñas y blancas, que
jugueteaban con su mecha dorada y temblorosa.
Sus ojos volvieron a mirar al
hall para descubrir que cruzando hacia la izquierda se encontraba la
Biblioteca. Estanterías llenas de libros cubrían las cuatro pareces, dejando
solo espacio para la puerta de entrada. Cada volumen no mediría más de un
centímetro de largo y hacía falta una lupa para poder leer los títulos en el
lomo. Una escalera a la medida reposaba sobre una de las estanterías y podía
correrse sobre raíles de madera hacía la derecha y la izquierda
“¡Oh sí!, “exclamó embelesada, al dirigir su mirada
hacia el segundo piso, en el que aparecía la habitación de los padres. Buscó con la
mirada los gemelos del dueño de la casa,
los que Molly tanto había admirado siempre. Del tamaño de la cabeza de un alfiler, descansaban depositados en el tocador, en una bandejita de plata, junto a la otra bandeja
similar que contenía las joyas de la
señora de la casa. Aunque eran muy
pequeñas se podían distinguir los anillos de milímetros de circunferencia y los
pendientes de esmeraldas que parecían trocitos de migas de pan teñidas de
verde.
A los pies de la cama, un canapé
invitaba a descansar entre sus innumerables cojines de plumas no mayores que
dados de parchís. Los trajes de Mrs.
Wilson, se podían ver colgados en el
armario del vestidor. Y los
sombreros descansaban sobre pequeñas baldas.
Ohhhh!!!, también estaba el cuarto
de baño, con la jofaina apoyada en una
palangana proporcionada, la bañera con
las patas en forma de garra de pájaro, y las toallas, blancas como la nieve,
colgando de los minúsculos colgadores aplicados en la pared.
Inesperadamente, la puerta giró
sobre sus goznes y se movió despacio hasta que el interior de la casa, desapareció. Ahora solo se podía
ver las luces de las velas iluminando las distintas habitaciones y a sus
habitantes, moviéndose como sombras detrás de las cortinas.
Una voz profunda y amable dijo en
voz audible "Hasta mañana, duerme bien pequeña”
De repente se hizo de noche, la luz
desapareció y se encontró mirando a la oscuridad a través del agujero.
Corrió hacia su casa. La tarde se
había echado encima y anochecía. Pero Molly no tenía miedo. Su corazón latía lleno de emoción. Sus padres estaban esperándole alarmados por
su retraso. Hablando excitadamente intentaba explicarles sin
omitir detalle, cómo había visto la casa de muñecas que esa noche Father
Christmas iban a depositar en sus zapatos. “Se ha despedido de mi hasta mañana”,
casi gritó al finalizar su historia.
Los padres se miraron inquietos. Era
una chiquilla fantasiosa pero nunca antes había sido tan exacta en sus
ensoñaciones. Procuraron tranquilizarla, escuchando con
paciencia e interés. Hasta se arriesgaron a sugerir que no tenía que
desilusionarse si no le traían lo que ella había visto, porque Father Christmas
no siempre podían contentar a todo el mundo. Pero ella replicaba con convicción,
que era seguro que esa noche iba a venir, se lo había dicho, se había despedido
hasta el día siguiente.
Después de la cena, la acostaron y
le dieron a beber un vaso de leche caliente. La niña solo repetía con insistencia “despertadme pronto, quiero verlo
pronto”.
Esperaron hasta que se durmiera. Después
los padres cerraron la puerta con cuidado y se retiraron a su habitación. La madre sacó del altillo del armario un paquete cuadrado y no muy grande,
envuelto en papel de navidad.
Miró
preocupada a su marido: “la desilusión va a ser mayúscula, pero ahora es ya
demasiado tarde”, murmuró Recordaba la tosca casa de muñecas de dos
pisos con una sola habitación en cada uno, sin muebles, sin luces, sin
vestigios de platos de Wedgewood o
cristalería de Wicklow. Solo la casa desnuda.
“Veras” - continúo diciendo - “escribiremos una carta de parte de Father
Christmas contando que nos ha dejado dinero a nosotros para que durante el año,
vayamos amueblando la casa, poco a poco, porque los tiempos son difíciles, hay
muchos niños que no reciben regalos y probablemente habrá que repartirlos entre
todos. No sé, cualquier cosa que mitigue la desilusión.”, terminó inquieta.
A la mañana siguiente Molly se
despertó muy temprano y no pudiendo dominar
por más tiempo sus nervios llamó a la habitación de sus padres, arrancándoles de las
sábanas. Tiró de ellos hacia el comedor, mientras casi gritaba,
explicándoles: “Ya veréis cómo es de bonita”
Y allá, cerca de los zapatos
apoyados en la chimenea del rincón del comedor, estaba el paquete, con una
carta dirigida a ella. Molly se abalanzó hacia él, y con ambas manos
arrancó el lazó. Todo era un rasgar de
papeles y romper de cintas para descubrir cuanto antes el esperado contenido del regalo.
Sus
ojos se iluminaron, se hicieron inmensos, y poco a poco fue recorriendo las
habitaciones de la casa. Todo estaba en su sitio como ella lo había visto: Mr.
y Mrs. Wilson, el fuego de la chimenea chisporroteando alegremente, lanzando chispas contra el corta
fuegos, las lámparas refulgente, el humo saliendo de la tetera, los bollos con
la mantequilla derretida.
Sus padres la contemplaban observando
su expresión. Se había olvidado de lo que la rodeaba, solo tenía ojos para
observar lo que iba apareciendo según iba descubriendo el contenido del paquete.
No supieron cuánto tiempo pasó así.
Cuando reaccionó se volvió hacia sus padres y con voz emocionada explicó “Es tal como la vi
ayer.”
Ellos se quedaron mirando fijamente
a la pequeña casita de dos pisos, todavía sin amueblar. Y retiraron con
disimulo el sobre con las falsas palabras de Father Christmas.
Sobre la repisa de la chimenea había
una carta dirigida a LOS PADRES DE MOLLY. Rompieron el sobre nerviosamente y pudieron leer: "ELLA ME HA CREÍDO Y POR ESO VE SUS SUEÑOS".