Ramón Portazgo había sido siempre algo peculiar. No era fácil de
conocer. De forma sutil interponía distancia entre él y los demás. Una especie de reserva
intangible, pero efectiva. Esto, unido a una actitud torva en sus relaciones
sociales y familiares, a las que asomaban matices de crueldad, había hecho de él un
hombre temible e inquietante. Aún más
contradictorias eran sus reacciones afectivas ante hechos de relativa importancia.
A todo esto había que añadir su sorprendente gran amor a la Literatura con
mayúscula.
Enrique, su nieto, con frecuencia había pensado utilizarlo como un
personaje de sus novelas pero nunca se había atrevido a intentarlo. Que Enrique
Portazgo incluyera entre sus personajes, uno parecido a Ramón Portazgo, ganadero
y rico terrateniente, ahora fallecido, iba
a levantar comentarios incendiarios.
Cuando el notario le informó de que su abuelo le había dejado en
herencia su famosa biblioteca, no le
sorprendió. Él era el único de la familia que no se había dedicado a explotar
ni vivir de las tierras sino que había tomado el derrotero de las letras y
alcanzado reconocimiento más allá de las
fronteras.
Para hacerse cargo de la herencia, Enrique se había trasladado a la gran casona de campo
de su abuelo. Los libros cubrían las cuatro paredes de la amplia habitación y las baldas alcanzaban el techo. Registrar los libros y embalarlos por orden alfabético
para ser transportados a su propia casa, había sido una labor ingente. Pero
ahora estaba todo preparado para el traslado y poder disfrutar de la riqueza
literaria heredada.
Tan solo le quedaban por repasar algunos cuadernos escritos a mano
por su abuelo y otros papeles sueltos metidos en sobres. Habían aparecido en la última balda, ocultos detrás de los libros, despertando su curiosidad. Los tenía apartados
para leerlos antes de regresar a su
ciudad.
Cenó frugalmente y retornó a la biblioteca, donde aún quedaban un
par de sillones confortables y una buena lámpara de lectura. Abrió los
cuadernos de su abuelo y se entretuvo leyendo lo que parecía un diario, escrito
de forma aleatoria.
Algunas de las notas tomadas hacían referencia a fechas de
nacimientos de los Portazgo: los bautizos, los padrinos. Otras remitían a los matrimonios de sus hijos y nietos, las fechas y lugar del fallecimiento de
otros. Todo estaba descrito con brevedad y frialdad. Llamaba la atención
especialmente la escueta mención de Luisa
Portazgo, Leticia Portazgo y Laura Portazgo, tías de Enrique muertas
de muy niñas, en un corto periodo de tiempo. Una de las tragedias
familiares a la que el abuelo no parecía dar importancia especial en su diario y que sin embargo habían afectado
profundamente a su abuela y tíos.
En contraste con la frialdad de los datos familiares, las notas que
se referían a los animales de la granja, eran llamativas. Conocía a cada uno de
los caballos, cerdos, bueyes, vacas, ovejas, gallinas y perros y
las descripciones de ellos eran prolijas y pormenorizadas .Los conocía por sus nombres, motes o apelativos. Narraba
la operación realizada a uno de los caballos y los cuidados posteriores, en los
que él mismo se había involucrado. Los bueyes eran descritos con cuidado, así
como las vacas. Los perros – puras razas - habían sido tratados por los mejores
veterinarios.
Por unos minutos se quedó cavilando
sobre este aspecto del carácter de su abuelo. De niño había echado de
menos su felicitación por navidades o un regalo por su cumpleaños. Recordaba
con tristeza el desinterés que había
demostrado ante su operación de apendicitis que estuvo en un tris de
convertirse en una perforación
intestinal. Aún le dolían sus comentarios hirientes a su primera novela Con un
profundo suspiro, sacudió la cabeza y continúo revisando los apuntes.
El siguiente describía un Turmalicuero, aparato de cocina que él había conocido de niño en
casa de su abuelo y que este describía
cuidadosamente como un aparato eléctrico
de baja calidad, utilizado en las
cocinas de Zamora y Salamanca para convertir en polvo los cueros de
animales. Con posteridad, meses después, con este polvo se sazonaba la carne de
cerdo asada al horno de leña. Ahora entendió Enrique porque la carne de cerdo
de casa de su abuelo siempre sabía tan bien.
Curioso, siguió leyendo más papeles. Le llamó la atención otra hoja
en la que recogía un posterior descubrimiento: añadiendo a ese polvo tan
sabroso, una chorretada de jugo de adelfa,
el efecto era letal.
--Bueno saberlo, rió por
lo bajo.
Ramón Portazgo continuaba
detallando como este efecto había sido
experimentado en tres casos:
“L. P: mes de mayo del año 1. los efectos tardaron en aparecer: Le
costaba respirar y a las pocas horas dejo de hacerlo.
L.P: mes de diciembre del año
2. Su reacción fue distinta: sufrió convulsiones que duraron un rato y la sufrió mucho hasta que murió.
L.P: mes de mayo del año 3. Era más fuerte y hubo que suministrarle
una doble cantidad. El paro cardíaco acabó con ella.
Las tres están enterradas bajo el roble”.
Horrorizado, dejó de leer. No era posible que su abuelo fuera un
criminal en serie. Era especial, con rasgos de crueldad, era cierto pero
no hasta estos extremos inimaginables.
¿Cómo se debía actuar en estos casos? ¿Tendría que hacer saber a las
autoridades lo que había ocurrido? ¿Callarse?
Estaba abrumado por el problema de conciencia surgido de la lectura que
había empezado como un entretenimiento y se estaba convirtiendo en una pesadilla.
Nervioso, revolvió entre los papeles, buscando algo que aclarara lo ocurrido. No encontró nada que
tuviera relación con el polvo mezclado con jugo de adelfa. Ni los nombres o
iniciales de sus tías volvieron a aparecer.
Continúo buscando frenéticamente entre todo aquel desorden de
papeles. Se topó con varios folios sobre la vaquería y su rendimiento. Parecía que en
contraste con su conducta hacia su familia, el abuelo conocía cada una de las
vacas por sus nombres: La Morena La Clara,
La Moteada, La Alegre, La Pinta, La
Patosa, La Pícara.
La muerte de las tres últimas
le había causado un gran dolor, así lo expresaba. Eran de una raza muy especial,
habían resultado un negocio redondo y habían
vivido muchos años.
Decidió que a primera hora de la mañana, hablaría con él capataz de la finca, y excavarían bajo el
roble para comprobar si había restos de los cadáveres.
Se levantó muy temprano y fue
en busca del capataz; quería que le ayudara a cavar alrededor del roble. El
hombre se extrañó ante su decisión.
--Quizás me meto donde no me toca, pero ¿podría decirme que es lo
que estamos buscando?, le pregunto
Enrique se vio en la obligación de dar alguna explicación sin dejar
ver sus sospechas.
--He leído que el abuelo enterró aquí tres cosas que define como L.P. y tengo
curiosidad por saber que es.
--Sí, yo le ayudé cuando lo hizo. Fueron sus vacas preferidas, La
Pinta, La Patosa, La Pícara. Las quería mucho y sufría viéndoles sufrir, pasaba
ratos largos haciéndoles compañía y prodigándoles toda suerte de cuidados.
Cuando se murieron las enterró aquí.
De repente miró a Enrique a la cara y preguntó con asombro:
--¿no habrá creído usted que se trataba de… otra cosa?
Besitos para ti y siempre en mi recuerdo...besossssssssssssss
ResponderEliminarMarina
Muchas gracias por asomarte por aquí. Como puedes comprobar estoy bastante parada. He tenido una intervención en los ojos que hace que no me sienta muy animada a subir nada, pero todo va bien.
EliminarUn abrazo muy fuerte y gracias por tu visita.
espero que te recuperes de tu intervención en los ojos ¡ cuídate y Feliz Navidad para ti y todas Pilar
ResponderEliminarMe cuido. Ya está casi culminada la recuperación. Otra vez, Muy Feliz Navidad
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