GABRIEL
Crecí
sin saber lo que era una madre. Me dijeron que algunas de las fotos que
adornaban las paredes de la casa de Bilbao eran de ella. También me explicaron que
se había ido al cielo el día que yo nací. Y que por eso nunca celebrábamos mi
cumpleaños en ese día sino al siguiente, el día de San Gabriel. Escuché una vez
a mis tías, una conversación entre susurros. Ellas pensaban que no les oía:
-“El niño no venía bien y ella se
desangró; se fue en horas. El padre no se ha repuesto todavía”.
Cuando
nadie me veía, contemplaba las fotos de mi madre. Necesitaba ver sus facciones,
su pelo, su expresión. Quería que alguien me hablara de ella, saber sus gustos
su modo de ser. Conocerla.
No sabía a quién preguntar. Moncho tampoco era
muy proclive a hablar de ella. Solo una vez, cuando éramos pequeños, me dijo: “Tus
has heredado la risa contagiosa de mamá y su buen humor. Entonces papá estaba
más alegre que ahora. Éramos una familia muy feliz. Todo se estropeó cuando tú
nac…cuando se murió nuestra madre”.
Él
no quiso ser duro pero lo que yo oía y percibía contribuyó a que creciera con
el sentimiento de que mi madre había muerto por mi culpa y que por eso, mi
padre prefería a Moncho. Como consecuencia, aceptaba ocupar el segundo puesto
en el cariño de mi padre.
Los
veranos los pasábamos en Gorrondo, que ya era nuestro porque los abuelos habían
muerto. Solíamos salir los tres juntos en el coche de caballos. Paseábamos por
las estradas, entre campos. Papá se sentaba a la derecha llevando las riendas.
Moncho en el extremo opuesto y yo iba en medio bien custodiado por los dos. Mi
hermano y yo llevábamos unos sombreros de paja para defendernos del sol. Papá
era muy guapo. Nos contaba cosas sobre el caserío y sus pertenencias, sobre sus
proyectos: quería parcelar las tierras, levantar dos caseríos más y alquilarlos
junto con los campos de labranza. Nosotros nos quedaríamos con Gorrondo y el
terreno circundante.
Fueron
pasando los años. La vida transcurría como un río tranquilo. Nada cambió mucho.
Papá se fue acomodando poco a poco a su vida de viudo. Moncho ya había ingresado
en la Universidad de Deusto, de reciente creación y yo estudiaba en uno de los
colegios de la parte vieja de la ciudad. Mi buen humor y fácil risa, me
facilitaba hacer amistades. Tenía un grupo extenso de conocidos, y un círculo
más pequeño pero muy fiel de amigos. Moncho y yo nos llevábamos muy bien.
Aunque había seis años de diferencia entre él y yo, teníamos mucha confianza el
uno con el otro. Seguía siendo enérgico, decidido y muy voluntarioso.
Nuestro
padre estaba muy orgullo de que Moncho fuera una gran promesa, como le comentaban los profesores y también muy contento
con mis resultados académicos. Se me daban bien las matemáticas y el dibujo. Yo
había expresado que quería ser arquitecto naval, cuando acabara el
Bachillerato. En aquellos años era una de las elecciones de moda entre la gente
joven de la zona: marchar a Inglaterra para estudiar arquitectura naval,
carrera que no estaba reconocida en España pero que era muy considerada por los
Astilleros que entonces florecían en Bilbao. Ni mi padre ni mi hermano me
prestaban demasiada atención, pues todavía faltaban unos cuantos años para
acabar el colegio.
La
enfermedad de mi hermano fueron días terribles para mí. Fue un rayo fulminante
que partió en dos mi vida. Todavía no existía la vacuna contra esa enfermedad.
Ni los antibióticos. La penicilina tardaría aún más de treinta años en
descubrirse.
Veía
a mi padre deshecho. Por las noches, mientras permanecía despierto en mi cama,
le oía llorar. A mis quince años, no sabía cómo comportarme, qué hacer. Me daba
cuenta de que necesitaba compañía y consuelo pero su actitud no facilitaba el
acercamiento. Era incapaz de encontrar las palabras que pudieran mitigar en
algo su dolor. Yo era consciente de no estar a la altura de las circunstancias.
Y lo que era peor, tenía la seguridad de que mi padre también sentía lo mismo.
Se
me iba mi hermano, el que había sido mi apoyo y mi confidente. Ahora me
enfrentaba a la soledad, a la comunicación formal sin que mediara confianza real.
Quise gritar de rabia. No entendía que estaba pasando ¿por qué tenía que
morirse él? ¿Por qué tenía que quedarme solo, otra vez?
Sin
embargo, vi con claridad que ya no podría irme a estudiar a Inglaterra, como
había soñado. Debía quedarme junto a mi padre. No podía abandonarlo. Cuando Moncho
murió yo ya había tomado la decisión. Iría a estudiar a Deusto.
Al
cambiarnos a la calle Ripa yo pasaba horas observando las embarcaciones. En aquellas
épocas los barcos subían ría arriba para atracar a los pies de nuestra casa.
Desde el mirador se podía ver a los estibadores con su rítmico cargue y
descargue de las mercancías. Bilbao era un puerto próspero y muy ocupado.
Algunas de las embarcaciones tenían las enseñas inglesas. Todavía recuerdo
algunos de los nombres y las ciudades de origen. Pero mi decisión estaba tomada
y procuraba borrar de mi mente mis antiguos planes profesionales.
Mi
padre siguió encerrado en su dolor. Yo procuraba contarle cosas del colegio, de
los planes con mis amigos, de las asignaturas. Escuchaba procurando
sobreponerse, pero no conseguía distraerle ni sacarle de su estado de ánimo. Pasaron
meses antes de que pudiera reemprender su vida social. Por las mañanas trabajaba,
al mediodía, comíamos juntos y por las tardes, al finalizar la jornada laboral,
pasaba a la Bilbaína donde se encontraba con sus amigos.
Transcurridos
dos años, le hablé a mi padre sobre mi decisión de ir a Deusto. Me miró algo
sorprendido y comentó:
-"Pensé que querías ir a Inglaterra".
Le
miré asombrado. No imaginaba que se acordará de mis sueños profesionales. Aún me
asombró más cuando continuó:
-"Me
alegra mucho que te quedes, te lo agradezco".
Me
sentí tan confundido que no supe articular una respuesta adecuada. Era la
primera vez que mi padre daba señales de que alegrarse de tenerme cerca, de que
me necesitaba.
A
partir de entonces, nuestra convivencia se fue haciendo gradualmente más
fluida; no teníamos que hacer esfuerzos especiales para mantener una
conversación, la comunicación era más espontánea y natural. Compartíamos
nuestras vidas. Las bromas y risas se fueron haciendo un elemento natural en
nuestro trato diario. Yo le contaba sucedidos de la Universidad y él me
comentaba aspectos de su trabajo o de sus reuniones en la Bilbaína. Descubrí
que tenía un agudo sentido del humor y una marcada capacidad de observación.
Estaba al día de la política internacional y más aún, de la nacional.
Inesperadamente un día me sorprendió mirándome fijamente y comentando en voz
apagada, mientras una leve sonrisa vagaba por su rostro:
-"Te
pareces a tú madre, tienes su sentido del humor, Has heredado la alegría que
ella repartía con su sola presencia".
Supe
que algo había cambiado radicalmente en nuestra relación padre/hijo.
Llevaba
ya dos años en la Universidad. No me costaban los estudios. Sacaba buenas notas
pero no me llenaba aquella carrera y prefería no pensar en lo que me esperaba
una vez terminada.
El
día que mi padre me comentó en la sobremesa
-"Gabriel,
hijo, yo creo que no estás contento con tus estudios".
Me
sentí en la obligación de protestar diciendo que estaba tan contento como podía
estar con cualquier otra carrera. Pero el prosiguió:
" -"Mira
hijo, lo he estado pensando y creo firmemente que lo que a ti te va es lo que
soñabas hacer. Cuando tú estás en clase ojeo algunas veces tus apuntes y veo
están plagados de proyectos de barcos, dibujos de calderas de vapor y otra
serie de cosas que no entiendo. He hecho averiguaciones con algunos de los
contertulios del Club, y la mejor Universidad para lo que tú quieres está en
Inglaterra Los hijos de un par de amigos están ya allá. Habla con ellos y
entérate de los trámites, y todo lo demás. Piensa que tendrás que aprender el
idioma antes de poder matricularte y eso te llevará uno o dos cursos. Ya nos
arreglaremos para pasar las Navidades juntos. Yo todavía puedo aventurarme a
hacer algún viaje a Inglaterra. Era un sueño que tu madre y yo teníamos. Estoy
seguro de que ella hubiera estado contenta de verte estudiando en Inglaterra".
Me
acerqué a mi padre y puse mi mano sobre su hombro apretándolo fuertemente.
- -"¿Tú
crees, de verdad, que mamá hubiera estado contenta?".
-"Creo
que tú serás feliz y eso le hubiera hecho feliz a ella, respondió apretando mi
mano.